La esposa de mi suegra (segunda parte)


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Al llegar a casa esa noche, me recibió mi suegra. La vivienda estaba impecable y la mesa estaba lista. Vestía unas sandalias de tacón, una lycra blanca muy ajustada que dejaba entrever su tanga verde, una blusa escotada sin sostén, y lucía un maquillaje perfecto. –Cariño, ¿quieres que te sirva la cena? –me preguntó de forma afectuosa.

Asentí, algo desconcertado. Ella me sirvió un delicioso plato de pollo con verduras y una copa de vino.

Mientras cenábamos, nuestras miradas se cruzaban una y otra vez. Las de ella reflejaban amor y deseo, mientras las mías mostraban confusión y timidez. Ella percibió mi estado y me dijo –Papi, lo ocurrido anoche era inevitable. Yo crié a mi hija para que fuese una buena esposa, pero después de lo sucedido, me siento avergonzada y deseo reparar el daño causado.

Tú eres un buen hombre y mereces ser tratado con amabilidad. Si mi hija no pudo hacerlo, yo quiero compensarlo y hacerte sentir bien.

No supe qué responder. Simplemente le agradecí por la exquisita cena, mientras ella sonreía y recogía los platos. La observé mientras lavaba la vajilla, lucía tan atractiva con esa ajustada lycra que encontró entre las pertenencias de Estrella. Era evidente que la había seleccionado a propósito.

Al terminar, me dirigí al salón con intención de ver la televisión, pero ella me siguió de cerca y me arrebató el control remoto de las manos. Se sentó a mi lado en el sofá, casi encima de mí, como una adolescente. Me miró fijamente y trató de disipar mi confusión. –Mi amor, soy una mujer madura y casada, pero sé lo que deseo. Estoy aquí porque así lo quiero. Comprendo que eres un hombre joven y, después de lo sucedido con Estrella, tienes derecho a buscar compañía femenina si así lo deseas. No me entrometeré en eso, si decides buscar a otra mujer, lo respetaré, pero mientras estés solo, debes saber que me tienes a mí –expresó con total franqueza, luego añadió con picardía –...para lo que desees.

Su lycra blanca dejaba entrever la braga verde que llevaba debajo, cubriendo su deliciosa entrepierna que había conquistado la noche anterior y eso me inquietaba. Me ofreció vino y accedí, tomó un sorbo de su copa y acercó sus labios a los míos. Abrí la boca y la besé de nuevo mientras vertía lentamente el licor en mi boca.

Poco después, ya acariciaba sus hermosos y grandes senos mientras contemplaba extasiado sus pezones oscuros y erectos. Con sus manos suaves y traviesas buscaba mi miembro por encima del pantalón, lo acariciaba y disfrutaba al sentirlo alcanzar su plenitud. Con ansias le quité la lycra y aprovechó para exhibirme su prominente y firme trasero. Se inclinó para mostrar su braga y la manera en que se perdía entre sus glúteos. Intenté levantarme del sofá para besarlos, pero ella me detuvo mientras se arrodillaba entre mis piernas. Desabrochó mi pantalón y se apoderó de mi miembro erecto con deseosa pasión. Me brindó sexo oral con fulgor mientras yo acariciaba su cabello y me relajaba.

Tras unos minutos, se incorporó, se quitó la braga velozmente y se sentó sobre mí mientras introducía su lengua en mi boca. Sentí el intenso placer de mi glande deslizándose en su húmeda vagina. Experimenté un delicioso estremecimiento y al abrir los ojos pude ver los suyos ansiosos de satisfacción. Se detuvo por un instante manteniendo mi miembro erecto en su experimentada cavidad. –Papi... Cariño, esta noche nos pertenece, enloquece y disfrútame. Recuerda que no solo soy tu suegra, ahora también soy tu mujer.

El resto de la noche se convirtió en un torbellino de desenfreno sexual.

Hicimos el amor como amantes apasionados en todas las

variadas posiciones y de todas las maneras en que se nos ocurrió. La poseí intensamente en cuatro patas, como a una perra. Hicimos el amor tiernamente en la posición del misionero mientras ella gemía suavemente. Disfrutamos de un delicioso 69 que pareció durar una eternidad. Nos estimulamos mutuamente los genitales sin apuros pero con un deseo intenso. Deambulábamos desnudos por la casa en busca de una copa de vino para hidratarnos y luego continuar con las caricias, los besos, las felaciones, las penetraciones.

Después de la medianoche, nos sentamos agotados en el sofá para recuperar el aliento. Doña Marcela me miró cómplice, despeinada, con el maquillaje corrido y cubierta por una fina capa de sudor. A pesar de todo, lucía increíblemente hermosa y deseable. Con una sonrisa, me preguntó: - Dime papito, ¿te gustaba tener relaciones con Estrella por detrás?

Me sonrojé un poco, tanto por la pregunta como por la respuesta sincera que tuve que darle: - La verdad, suegra, es que su hija nunca permitió que la penetrara por detrás. – ¿En serio? – me inquirió entre risas. – Así es. Lo intenté en varias ocasiones, pero ella se negaba, decía que no le agradaba, que le dolería, que era algo indecente. – ¡Esa niña ignorante no sabe lo que se pierde! – rió mi desnuda y encantadora suegra.

Lo siguiente que hizo fue llevarme a su habitación. Se sentó en la cama, mientras yo permanecía de pie, me practicó sexo oral una vez más hasta que me puso completamente erecto. Tomó un frasco de vaselina de la mesa de noche y untó generosamente mi pene. Luego se arrodilló sobre la cama y me indicó: - Disfruta, mi vida, tu suegra te enseñará lo que te has estado perdiendo.

Se inclinó apoyando sus senos sobre la cama y me ofreció sus hermosas nalgas. Observé cómo su ano se dilataba ligeramente, invitándome a penetrarlo. Coloqué el glande en su entrada y, tras una profunda inhalación, comencé a introducir lentamente mi pene hasta llegar a la base. Ella emitió un grito salvaje que me sorprendió. Temí haberle causado dolor y decidí no moverme, pero ella se volteó con una sonrisa traviesa: – ¡Maldito, qué delicia! ¡Adoro tu pene, yernito!

Ahora sí, dale con fuerza. Imagínate que soy la desvergonzada de Estrella y desquítate conmigo.

Seguí sus indicaciones y comencé a moverme en su estrecho y delicioso esfínter. Realizaba penetraciones y retiradas de mi pene lubricado de ese orificio exquisito, experimentando un placer indescriptible. Doña Marcela gemía y gritaba entregada por completo mientras el esposo de su hija la penetraba analmente.

Finalmente, el placer culminó en una intensa y liberadora eyaculación. Grité de satisfacción al sentir cómo la última gota de mi semen se adentraba en su recto.

Caímos exhaustos y nos abrazamos desnudos, intercambiando besos y caricias en señal de mutuo agradecimiento. – Papi, cielo, quiero que me tomes así cada vez que lo desees. No soy como la tonta de Estrella. Soy tu mujer sumisa y complaciente, y disfruto que me lo hagas saber.

Tras esa noche, nuestra vida cambió por completo. Mis dudas se disiparon y me sentía feliz, en paz y profundamente satisfecho. Aunque la rutina se hizo más presente en nuestras vidas, esta se tornó deliciosamente placentera.

Al regresar del trabajo, procuraba llegar lo más temprano posible para entregarnos al placer. Ella se preocupaba por estar siempre fresca, maquillada y vestida con las prendas más seductoras y provocativas que pudiera encontrar, algo que nunca había visto mientras la conocí simplemente como la respetable madre de mi esposa.

Doña Marcela mantenía sus pertenencias en la habitación de invitados, no obstante, casi todas las noches dormíamos juntos, abrazados y desnudos, tanto en mi cama matrimonial -la misma que compartía con Estrella-, como en la suya, o incluso en la alfombra de la sala. En muchas madrugadas, luego de un ligero sueño, nos despertábamos mutuamente para disfrutar de un último acto de satisfacción antes de que saliera el sol.

Uno

En uno de esos días, luego de mi jornada laboral, me sorprendió con una adquisición inesperada: había solicitado la instalación de los canales para adultos en el servicio de televisión por cable. Durante mi matrimonio con Estrella, no había tenido la oportunidad de disfrutar de material pornográfico con tranquilidad. En ocasiones, navegaba por Internet en busca de alguna página en el taller, pero nunca pasaba de una simple excitación.

Esa ocasión, sin embargo, mi suegra me ofreció un whisky, me despojó del pantalón y se sentó a mi lado con el control remoto en una mano mientras exploraba los nuevos canales. Pasó por varios canales hasta dar con uno donde una pareja de mujeres se besaba con pasión antes de entregarse a un placentero 69. – ¿Te agradan estas escenas, cariño? –inquirió con lascivia.

No respondí, pero ella notó un leve estremecimiento en mi miembro viril. Lo tomó suavemente con su mano y comenzó a acariciarlo de forma lenta y deliciosa. Mis ojos estaban fijos en la pantalla, mientras que ella alternaba entre mirar la televisión y observar mi pene erecto que estimulaba. – Estas mujeres están muy atractivas, ¿verdad? Fíjate qué bien se complacen mutuamente. –comentó mi suegra.

Yo simplemente sonreía y me dejaba llevar por el momento. Minutos más tarde, en la pantalla apareció el novio de una de las chicas, sorprendiéndolas en pleno acto. Se desnudó y su imponente pene de actor porno pronto estaba penetrando con fuerza a una de las actrices mientras la otra lo besaba con pasión. – Esas escenas son tan excitantes, cariño. –exclamó doña Marcela. – Me encantaría verte haciendo el amor con una mujer así, en vivo y a todo color.

Mi miembro viril se endureció aún más, de ser posible, y poco después liberó un potente chorro de semen para deleite de mi suegra, quien observaba y sonreía, satisfecha de lograr que eyaculara entre sus manos.

Los días transcurrieron y mi vínculo con mi suegra se fortaleció hasta el punto de que no podía imaginar mi vida antes de su llegada a mi hogar. Todo era perfecto y gratificante. Desconozco qué habrá dicho al extranjero, pero sus pertenencias terminaron en mi casa y nunca más se separó de mí.

Todo marchaba según lo previsto hasta que, una tarde, aproximadamente cinco semanas después de ese maravilloso día en que Estrella me abandonó, me llevé una sorpresa al regresar del trabajo.

Mi suegra me recibió en la puerta con el habitual beso, luciendo una falda y una blusa de seda traslúcida que dejaba entrever su sostén, un tanto pequeño para contener sus senos grandes y hermosos.

Allí, en medio de la sala, se encontraba Estrella.

Sentí un golpe desgarrador en mi conciencia que me sacó de mi estado de felicidad. Mi esposa estaba parada allí, con un corte de cabello desaliñado en su melena rubia mal tenida. Lucía ojerosa y pálida, vistiendo unos jeans viejos y un suéter de lana poco agraciado. Me miraba como un cachorro abandonado y, por un instante, sentí compasión.

No obstante, pronto la sorpresa dio paso a una sensación abrumadora de rabia y repugnancia. Ahí estaba la mujer que me había dejado. Aquella que me había abandonado por un hombre al que consideró superior a mí.

Un millón de pensamientos cruzaron mi mente, pero lo único que no se me ocurrió fue preguntarle qué le había sucedido. Dada su apariencia, era evidente que su nuevo “amor” la había desechado con la misma facilidad con la que la había acogido. – Ya no perteneces a esta casa –le espeté con determinación.

Ella, al borde de las lágrimas, me dijo – No tengo a dónde ir –y dio un paso hacia adelante. Retrocedí y le hice un gesto para que se detuviera. No deseaba tenerla cerca. – Aquí no hay lugar para ti. Tú te fuiste por voluntad propia y ya no hay espacio para ti.

Mi suegra, quien observaba desde atrás, se aproximó. La tomé por la cintura y le di un beso en los labios mientras mi esposa miraba con sorpresa. Intentó decir algo, pero mi suegra la detuvo con enojo – ¡Cállate, mujer ingrata! Desde el día que te fuiste, las cosas cambiaron en este hogar.

Posteriormente, le dio una fuerte reprimenda que me dejó helado. Le reprochó su traición y le dijo sin rodeos que nos había abandonado por otro hombre y que no tenía derecho alguno a reclamar.

Nada.

Di un paso atrás y presencié cómo Estrella se ahogaba intentando justificarse, pero solo logró sollozar en silencio en su lugar.

Mi madre política se volteó, tomó aliento, se recompuso y se acercó a mí. En voz baja me dijo: "Me alegra que mi hija no haya fallecido, pero no me complace su regreso".

"A pesar de ello, este es tu hogar, cariño, y puedes actuar como desees", agregó antes de retirarse a la cocina.

Luego de ese momento, me quedé a solas con Estrella en la sala, observándola sollozar y buscando mi perdón con la mirada. Sin embargo, no pude otorgárselo. "La única condición para que permanezca es que guarde silencio y comprenda que tú y yo no seremos lo que éramos", le expuse con la determinación que me había faltado anteriormente al permitirle salirse con la suya en múltiples ocasiones.

La madre política regresó y con tono desagradable le indicó a Estrella: "La cena está lista".

Ella vaciló, indecisa sobre qué hacer, pero el hambre y el temor a volver a la calle la impulsaron a seguir a su madre al comedor, donde se sentó sollozando pero en silencio.

Doña Marcela nos sirvió en silencio. Mordisqueé la comida, pero mi apetito se había esfumado. Me retiré a mi habitación.

Poco después, mi suegra entró: "La acomodé en el cuarto de invitados y le advertí que cualquier reclamo o queja resultaría en su expulsión".

Esa noche poseí a mi suegra con intensidad y amor. No quería que la intrusa de mi esposa se interpusiera entre nosotros y arruinara el mundo perfecto que doña Marcela había construido para mí. Tras el pasional encuentro, nos acostamos desnudos, abrazados como tantas noches anteriores; y le hice saber a mi suegra que no deseaba que Estrella se quedara si eso significaba perjudicar nuestra relación. Aunque ella no pronunció palabra, me arrulló con besos y caricias hasta que me quedé dormido.

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