Durante una década permanecí como un esposo leal. A pesar de haber vivido en un estado de fidelidad reprimida. Experimentaba orgasmos insípidos, me masturbaba en la oficina, tenía un fetiche por los senos incluso al dormir, en fin, diez años sin descubrir verdaderamente un cuerpo de mujer, sin explorar el mío. Pasaron tres décadas de mi vida sin conocer el verdadero significado del sexo.
Daylén apareció en mi vida, según ella, atrapada por la curiosidad de tener sexo con un desconocido. Pero la realidad era otra. Ambos, a pesar nuestro, descubrimos que éramos hipersexuales. Sin embargo, nos dimos cuenta de esto mucho tiempo después. Ella coincidía con la descripción que pedía en mi anuncio, con sus pechos grandes, y así comenzó todo.
Tenía una tez oscura como el carbón, una mirada intensa y decidida, con un apetito voraz y deseos de seducir hombres, aunque aún indecisa sobre cómo hacerlo. Luego de una primera cita formal, en la segunda fuimos directo al grano, o más bien dicho, a la cama.
Buscaba los senos grandes que siempre había deseado, pero encontré mucho más de lo que esperaba. Unas caderas amplias que facilitaban orgasmos uno tras otro de manera infinita, una lubricación excesiva a simple vista, un aroma a mujer de piel oscura que me hipnotizaba a corta distancia, y una entrega total entre las sábanas. Ella lo quería todo y estaba dispuesta a darlo. Y no podían pasar desapercibidos sus senos, ligeramente caídos pero con una forma natural y una textura exquisita a la que me aferraba todo el tiempo.
Siempre he sido sensible al frío. Quizás por eso el calor de una mujer de piel oscura tan vigorosa marcó un antes y un después en mi vida. Sensible al frío y con la piel muy clara. Así fue como llegué a este mundo. Y a ese calor se sumaba la fuerza atlética de Daylén, capaz de estimularme y mantener un control absoluto al agarrar mi miembro viril, moviendo su cuerpo de forma enérgica y constante para satisfacer su amplia vagina, cubriendo el déficit que ambos habíamos acumulado durante años. Todo esto, a pesar de tener diez años menos que yo.
Mi primera eyaculación con ella fue la confirmación de que finalmente había encontrado lo que tanto anhelaba desde que comencé a masturbarme a los nueve años, justo dos años antes de mi primera eyaculación. Ella sorprendida de la cantidad de esperma que podía expulsar mi delgado cuerpo en un encuentro tan asimétrico, menos aún de un hombre que había superado la mitad de su cuarta década de vida. Mis eyaculaciones no cesaban en su vientre mientras sus ojos se posaban alternativamente en los míos y en mi glande, como si no comprendiera lo que ocurría, sin saber cómo disfrutarlo plenamente.
"Nunca antes me habían acariciado de esta manera", me confesó después de nuestro primer encuentro. "Debemos repetirlo. Quiero tener este cuerpecito para mí dos o tres veces por semana" En tan solo quince días, estábamos alcanzando el éxtasis. Todo esto sin siquiera haber abandonado el uso del preservativo. Aquello fue solo el principio. Sin embargo, en esta etapa inicial, recuerdo con claridad una ocasión en la que, en un parque habanero en plena noche, pero no muy tarde, recibí la mejor felación que jamás había experimentado. Fue así como me enamoré de ella. Quiero decir, como nos enamoramos. Ambos teníamos una profunda necesidad de dar y de compensar un déficit acumulado, reconociendo mutuamente en la entrega del otro lo que habíamos estado buscando sin saberlo. Hasta ahora he mencionado únicamente su entrega. Más adelante tendré la oportunidad de hablar de la mía, en términos más carnal es, ya que ese explosivo encuentro sexual tuvo varias etapas evolutivas.
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