Esa noche retorné a casa en horas de la madrugada en estado de embriaguez, apenas podía mantenerme en pie, dando pasos tambaleantes de un lado a otro. Había reincidido en este comportamiento una vez más, convirtiéndose en algo recurrente cada noche. Era un individuo que derrochaba su existencia con el consumo excesivo de alcohol y fiestas interminables hasta altas horas de la noche. Al ingresar a la vivienda, me aguardaban mi madre y mi tía, visiblemente preocupadas por mi estado. Confirmaron que me encontraba nuevamente ebrio, algo que ya había ocurrido en numerosas ocasiones anteriores, convirtiéndose en un patrón habitual. Habían perdido por completo el control sobre mí. Aunque se me prohibía consumir alcohol y regresar tarde a casa, desobedecía estas normas una y otra vez. Ya no era un niño, tenía la edad suficiente para tomar decisiones respecto a mi vida, y decidí disfrutarla entregándome a las fiestas, bebidas alcohólicas y relaciones amorosas.
Residía en una casa hermosa y acogedora que mi madre y mi tía habían heredado de mi abuela. Mi padre nos abandonó cuando era pequeño. Mi tía enviudó hace años. Tras el fallecimiento de mi abuela, mi madre y mi tía optaron por compartir el hogar y sus vidas, brindándose mutua ayuda. Mi madre Helena, de alrededor de 45 años, atractiva y guapa, vivía sin compañía masculina, habiendo aprendido lecciones tras la devastación que mi padre había causado en ella. Mi tía Carmen, hermana mayor de mi madre, de 58 años, viuda y sin compañía masculina, no poseía atributos físicos llamativos, era de estatura grande, con sobrepeso evidente y para mí no era atractiva, portando unas enormes gafas y una verruga que le conferían un aspecto que recordaba a una bruja.
Una vez adentro de la casa, como he mencionado anteriormente, tras constatar que, pese a mi embriaguez, me encontraba en condiciones aceptables, aunque borracho, ellas suspiraron aliviadas. No obstante, luego de superar el sobresalto, comenzaron las recriminaciones por mi comportamiento, reprobándome una vez más por llegar tarde y embriagado a pesar de las prohibiciones. Esto desató mi enojo, no soportaba sus sermones y regaños, respondiéndoles de forma grosera. Los reproches derivaron en una discusión entre los tres y finalmente desembocaron en un enfrentamiento verbal intenso donde los gritos no se hicieron esperar. Específicamente, comencé a ofenderlas y faltarles al respeto, exigiendo que me dejaran en paz, asegurando que nunca las obedecería. A causa de mi estado etílico, me excedí en mis palabras, insultándolas y despreciándolas. Me comporté como un insensato que no mostraba respeto por su madre y su tía. La situación resultó sumamente vergonzosa. Hastiado, me retiré a mi habitación tras un portazo, dejando a mi madre y mi tía solas en la sala de la casa, visiblemente afectadas por mi comportamiento. Estaba destrozando sus vidas y ellas no sabían cómo remediarlo.
Una vez dentro de mi habitación, desconocía lo que acontecía en el salón donde se encontraban, pero puedo inferir aproximadamente sobre el contenido de su conversación. Iniciaron un intercambio de reproches culpándose mutuamente por mi comportamiento. Mi tía indicaba a mi madre que debió haber intervenido con firmeza para corregir mi conducta hace tiempo. Por su parte, mi madre culpaba a mi tía, argumentando que era responsabilidad de esta última. Tras la discusión, alcanzaron un acuerdo: debían impartirme una lección que quedara grabada en mi memoria. Decidieron castigarme de forma tal que aprendiera la lección, para ello debían adoptar una postura severa, convirtiéndose en figuras despiadadas dispuestas a sancionarme de una manera que me hiciera reflexionar.
- ¿Estás de acuerdo en que debemos enseñarle una lección que no olvidará jamás? - interrogó mi tía a mi madre.
- No tenemos otra opción, esta vez seremos implacables con él - afirmó mi madre.
- Conozco el método adecuado para enseñarle a respetar. Garantizo que terminará derramando lágrimas y asimilará la lección - añadió mi tía.
Mi madre
Al día siguiente, Helena y mi tía Carmen comenzaron los preparativos para imponerme un castigo. Estuvieron ocupadas la mayor parte del día, no revelaré de qué se trataba, lo descubrirán pronto. Reconocían la necesidad de ser estrictas conmigo, planeaban un castigo que me enseñara la lección correspondiente.
Por la tarde, una vez listo mi castigo, decidieron que era el momento de ejecutarlo. Ambas mujeres se vistieron de manera elegante y severa. Tanto mi madre como mi tía optaron por vestimenta negra. Mi madre llevaba una falda negra hasta las rodillas, una camisa abotonada negra, medias oscuras y sus zapatos de tacón preferidos. Por su parte, mi tía lucía un vestido negro amplio que ocultaba su figura generosa. El vestido sin mangas dejaba al descubierto sus robustos brazos. Completaron su atuendo con medias negras y botas planas hasta las rodillas. Una vez vestidas de negro, mi tía sacó una botella de licor que a ambas les gustaba. Decidieron tomar unos chupitos antes de comenzar el castigo, para estar a la altura de la tarea que se disponían a realizar. Consumieron la botella chupito a chupito. Llegó el momento de iniciar el castigo.
Recién levantado, después de pasar el día durmiendo, escuché a mi madre y a mi tía llamándome desde la planta baja de la casa. Bajé y descubrí que me requerían en el sótano, un lugar que rara vez visitábamos y que servía de trastero. Descendí a regañadientes, perturbado en mi sueño, ya que solo deseaba despertar y salir, pues había quedado en encontrarme con unos amigos. Bajé hasta el sótano, donde me encontré a mi madre y a mi tía ataviadas completamente de negro, situadas en el centro de la habitación junto a una robusta mesa de mármol almacenada allí. La escena resultaba extraña, no lograba comprender cuál era su intención. En cuanto ingresé al sótano, ambas se pusieron en movimiento, rodeándome hasta situarse cerca de la puerta. Era una situación desconcertante que me dejaba perplejo.
Mi tía Carmen y mi madre Helena se colocaron frente a la puerta de salida del sótano. Extrajeron unos largos guantes de goma domésticos que tenían preparados. Se pusieron los guantes en las manos. Eran los guantes que empleaban para la limpieza del hogar, estaban sucios y despedían un olor desagradable. Mi madre ajustó los guantes rosados sobre su camisa negra, mientras que mi tía se enfundó los guantes amarillos en sus carnosos brazos al descubierto. El roce de la goma al deslizar sus manos y brazos en los guantes resonaba en el ambiente. Si su objetivo era intimidarme, lo lograron con creces, me sentía temeroso al ver cómo se colocaba el guante en cada mano mientras me observaban fijamente, sin revelar sus intenciones.
Aturdido, dirigí la mirada hacia la puerta del sótano, considerando la posibilidad de abandonar aquel lugar extraño. Mi madre captó mi gesto, retrocedió un paso, cerró la puerta con llave y guardó la llave en su escote. Nos dejó a los tres encerrados en el sótano, siendo ella la única que conservaba la llave de salida.
"¡¡No podrás ir a ningún lado!!", sentenció tras completar la colocación de los guantes en sus dedos.
Una vez ajustados los guantes en sus manos, mi madre y mi tía me miraron fijamente y avanzaron hacia mí. Retrocedí atemorizado, sin reconocerlas. Se abalanzaron sobre mí; intenté resistirme, pero sentí cómo una mano enguantada se colaba por mi pantalón corto y apretaba mis testículos con una fuerza insoportable. Un guante estrujaba con violencia mis partes íntimas. Grité de dolor al sentir la presión en mis testículos. No sabía quién estaba ejerciendo esa presión, hasta que me di cuenta de que era mi madre. Simultáneamente, mi tía tomó mis manos y las fijó en las patas de la pesada mesa de mármol. Tomó una cuerda y comenzó a atarme una mano alrededor de...
la pata de la mesa mientras yo estaba recostado sobre ella. ¡Uff! me quejaba por la opresión en mis testículos.
- ¡¡Silencio!! - Mi madre me reprendió mientras tapaba mi boca con su otra mano enguantada y apretaba mis testículos con la otra.
Me encontraba desprotegido, el dolor en mis testículos me paralizaba, era un dolor intenso. Mi tía me ató las dos manos a las patas delanteras de la mesa. Apretó las cuerdas con fuerza alrededor de mis manos y la mesa. Intenté soltarme, pero estaban firmemente atadas, lastimándome las manos. Mientras mi madre seguía apretando con fuerza mis partes, mi tía continuó asegurando mis pies a las patas traseras de la mesa. En poco tiempo, estaba amarrado de pies y manos sobre la pesada mesa de mármol. No podía moverme.
- ¡Ay! – Seguía quejándome por el dolor testicular. Mi madre mostraba una actitud muy firme. Después de tomarse unos cuantos tragos de licor, estaba realmente enfadada conmigo y me apretaba con mucha fuerza.
Fue mi tía quien decidió silenciar mis gritos. A pesar de que mi madre tapaba mi boca con su mano enguantada y seguía presionando mi rostro, los gemidos no cesaban. De repente, noté cómo un trozo de tela sucia y maloliente se acercaba a mi boca, al principio no supe qué era. Al estar atado a la mesa de mármol, no podía ver lo que hacían las mujeres. Percibí cómo el pedazo de tela se introducía en mi boca. Observé que mi tía Carmen coloca un trozo de tela blanca maloliente en mi boca. Pronto me di cuenta de que eran sus bragas, se las había quitado y las había metido en mi boca empujándolas hasta el fondo. El sabor a suciedad y trasero me resultó muy desagradable. Intenté escupirlas, pero mi tía empujaba sus bragas más y más adentro de mi boca. Sonreía mientras las insertaba. Había mantenido sus bragas puestas desde el día anterior solo para humillarme de esa manera por haberla insultado y faltado el respeto. El sabor en mi boca era puramente a su ano, resultaba repugnante, y ella sonreía, era su forma de vengarse. Tomó un rollo de cinta adhesiva y comenzó a rodear mi boca y rostro con ella para evitar que las escupiera. Intenté expulsarlas, pero la cinta estaba fuertemente adherida a mi boca.
- ¡¡Así, en silencio!! Vamos a enseñarte a respetarnos y obedecer – Me recriminó mi tía sonriendo al saber que tenía sus sucias bragas en mi boca. Mi madre liberó mis testículos, ya no los necesitaba. Estaba atado y amordazado en la pesada mesa de mármol. Intenté escapar, gritar, quejarme, pero todo resultaba inútil, estaba completamente inmovilizado en la mesa. Mi madre bajó mis pantalones hasta los tobillos con sus guantes de goma. Ambas mujeres agarraron unas correas de cuero gruesas que tenían listas. Todo formaba parte de su plan que ya se había puesto en marcha.
Mi madre y mi tía se ajustaron las correas alrededor de sus manos enguantadas. Tenían todo planeado, los guantes eran para no lastimarse con la correa y al mismo tiempo infundirme temor, lo habían logrado, estaba bastante asustado, no entendía nada. Después de ajustarse el cinturón de cuero sobre su guante, se acercaron a mí.
- ¡¡Hace tiempo que debimos hacer esto!! te vamos a dar una paliza con correazos. Aprenderás a obedecernos y a respetarnos. No sirve de nada intentar escapar o gritar, ¡¡no podrás!! Nadie va a salvarte de tu castigo – Reprendió mi tía, mientras mi madre y ella se situaban detrás de mí. Iban a azotarme con la correa de cuero, quise pedir disculpas, pero ya era demasiado tarde, amordazado de esa manera, no podía emitir sonido alguno.
- Empecemos con 100 correazos, te ayudarán a reflexionar sobre tu conducta hacia nosotras – Me dijo mi madre con tono muy serio. ¿100 correazos?... Fue lo primero que pensé, estaba asustado.
Zas!
Mi tía fue la primera en golpear mi trasero con la correa de cuero. Sentí un fuerte dolor, una quemazón en mi piel provocada por su correa. Azotó con fuerza. Mi madre reaccionó y fue la siguiente en azotarme.
con firmeza sobre mi trasero descubierto.
¡Pam!
Ambas mujeres iniciaron una competición, golpeaban con fuerza, cada una golpeaba más decididamente que la anterior. Los latigazos de cinturón se sucedían en mi trasero. La molestia era intensa, cada vez más aguda. Ansiaba gritar y rogar perdón pero no podía hacerlo con la mordaza. Mi tía y mi madre se turnaban para golpearme con el cinturón.
¡Pam!
El dolor se intensificaba cada vez más. Los golpes iban en aumento en intensidad, hasta que finalmente alcanzamos los 100 latigazos. 50 golpes cada una, pero estaba muy equivocado, eran 100 golpes cada una y no en total. La paliza se convirtió en una pesadilla. Ambas mujeres levantaban su mano enfundada agarrando el cinturón una y otra vez golpeándome.
En cierto momento mi madre hizo una señal a mi tía, le pidió que le permitiera a ella golpear, mi tía sonrió y se apartó. Mi madre Helena dio unos cuantos pasos atrás y comenzó a azotar con el cinturón sobre mi trasero con mucha energía de manera despiadada. Descargó toda su ira hacia mí por todo lo que la había hecho pasar. Su cinturón se estrellaba una y otra vez de forma seguida contra mi trasero dejándolo completamente magullado y marcado. Me propinó unos diez golpes muy fuertes que me hicieron derramar lágrimas de dolor por mis ojos. Seguía amordazado y no podía emitir una sola queja ni suplicar perdón, lloré en silencio soportando mi castigo.
Terminó de golpearme y mi madre se acercó hacia mí donde estaba atado sobre la mesa de mármol. Agarró mi cabello con fuerza y tiró de él bruscamente levantando mi cabeza en el aire. Acercó su rostro al mío y comenzó a hablarme de manera muy severa:
- A partir de hoy vas a obedecerme en todo sin rechistar… si te ordeno algo lo vas hacer inmediatamente… de lo contrario… Golpes y golpes es lo que te espera. Te aseguro que vas a ser un hombre de bien, te lo prometo, si es necesario te romperé el trasero a golpes todos los días. Mi madre me recriminó mi comportamiento de manera muy enojada y liberó mi cabello de entre sus guantes. La paliza no había terminado. Mi tía y mi madre continuaron golpeándome hasta que recibí 100 golpes de cada una. Terminé llorando desconsoladamente pero en silencio. Mi trasero era un brasero ardiendo, estaba completamente rojo, morado y marcado por sus cinturones. El simple soplo del aire me provocaba un fuerte dolor. La lección había sido muy severa pero no había terminado.
Ambas mujeres empezaron a conversar entre ellas en voz baja sin que pudiera escucharlas. Observé cómo comenzaron a quitarse la ropa y quedarse desnudas a excepción de sus medias, zapatos y sus guantes de goma. Tomaron un consolador de goma que habían adquirido esa misma mañana. Comenzaron a ajustarse el pene de goma sobre su cintura y cerrar las hebillas ajustadas. Un cinturón de piel sujetaba su pene de goma sobre su cintura. Mi tía, que era más voluminosa, tenía un consolador mucho más grande. Se acercaron repiqueteando el sonido de sus zapatos y botas sobre el suelo hacia mí.
- Vamos a enseñarte a respetar a las mujeres… Es más… De ahora en adelante no habrá más mujeres en tu vida que tu madre y yo – Me indicó mi tía mientras palpaba su pene de goma anclado a su cintura. Mi madre fue la primera en acercarse a mí por detrás y comenzó a introducir su consolador dentro de mi trasero. El dolor era fuerte y cada vez más intenso, el consolador se introducía poco a poco dentro de mi ano. Una vez dentro, mi madre empezó a cabalgar sobre mi trasero, sacaba e introducía el consolador dentro de mí. El dolor era muy fuerte, pero ella ahora era otra persona, deseaba darme una lección que nunca olvidase. Terminó exhausta mi madre y le tocó el turno a mi tía. Su castigo iba a ser más terrible, su consolador de goma y su arnés eran mucho más grandes. El dolor fue mucho más intenso, introducía el consolador lentamente hasta que empujó con fuerza y penetró por completo mi trasero. Sentí un dolor indescriptible que me hizo de nuevo derramar lágrimas. Agarró mi cabello con fuerza entre sus guantes y comenzó a einiciar
Mi tía decidió abordarme de manera muy abrupta. Me penetró repetidamente con su gran arnés sin piedad, provocándome un intenso dolor. Además, tiraba con fuerza de mi cabello mientras continuaba penetrándome con firmeza. El castigo que recibía era sumamente severo, y me sentía profundamente humillado y adolorido.
"Olvídate de las mujeres, a partir de ahora solo tendrás relaciones de este tipo con nosotros. Probarás nuestro arnés cuando lo consideremos oportuno. Sobre todo, me encargaré personalmente de ti. Cuando lo desee, acudirás a mi habitación y te someteré" - afirmó mi tía mientras seguía penetrándome una y otra vez con firmeza. Sentía su corpulento cuerpo contra el mío y sujeta por el cabello entre sus manos enguantadas.
"Y ahora, la sorpresa..." - anunció mi madre mientras se dirigía a una esquina del sótano y tomaba un objeto pequeño que no alcanzaba a distinguir. A su regreso, traía consigo una diminuta jaula de metal. Desconocía su propósito, pero pronto lo descubrí.
"Es una jaula para tu pene. Quedará encerrado aquí y se cerrará con llave. No podrás autocomplacerte ni tener intimidad con otra mujer. Deberás llevarla puesta día y noche, y solo la retiraremos cuando consideremos oportuno. Podrían pasar semanas o meses antes de que eso suceda" - explicó mi madre mientras colocaba la jaula de metal alrededor de mi miembro viril y la aseguraba con un pequeño candado. Acto seguido, guardó la llave fuera de mi alcance. Se avecinaba una larga temporada sin eyacular, me verían privado por completo de encuentros íntimos.
Riéndose ambas mujeres, decidieron abandonar el sótano. Creía que mi castigo había concluido, pero me dejaron allí recluido, atado a la mesa de mármol y callado. Pasarían varias horas en esa posición mientras reflexionaba sobre mi comportamiento. En el sótano, el tiempo parecía detenerse. Mi trasero se encontraba lastimado y dolía intensamente. Mi ano estaba dilatado, había sido penetrado repetidamente y ahora portaba una jaula en mi pene. Me sentía totalmente humillado. A partir de ese momento, las cosas serían distintas, mi conducta cambiaría inevitablemente, no tenía alternativa.
Al cabo de algunas horas, la puerta del sótano se abrió de nuevo. Vi entrar a mi tía sola. Tras cerrar la puerta, se aproximó hacia mí. Comenzó a enfundarse nuevamente los guantes ajustados en sus brazos y manos, para luego dirigirse hacia la mesa donde permanecía inmovilizado y callado.
"¿Disfrutas de tu mordaza?" - me preguntó. Me hizo recordar el sabor humillante de sus bragas sucias contra mi boca. Incapaz de responder, mi tía Carmen procedió a retirar la cinta adhesiva que cubría mi boca. Liberó mi mordaza y extrajo sus prendas íntimas de mi interior. Exhausto, pude respirar nuevamente por la boca, tras haber pasado un largo periodo inhalando el aroma de su mordaza. Entretanto, mi tía me observaba fijamente y pronunciaba:
"Anoche me insultaste y faltaste al respeto repetidas veces, tu lengua estuvo muy desconsiderada" - me reprochó, rememorando las ofensas con las que me había dirigido a ella.
"Voy a enseñarte a no irrespetarme de nuevo, aprenderás a guardar las formas" - señaló sin que yo comprendiera su propósito. Acto seguido, mi tía Carmen se arrodilló sobre sus talones, sosteniendo las prendas que acababa de remover de mi boca. Comenzó a frotar su trasero con la tela interior de sus bragas, repitiendo la acción con firmeza. Luego se incorporó y exhibió nuevamente sus prendas íntimas, notoriamente ensuciadas y con restos de su ano. Había empleado la tela como si fuera papel higiénico. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro mientras me miraba fijamente.
"Voy a silenciarte, no volverás a insultarme jamás" - apretó mi nariz con su mano enguantada, privándome de la respiración nasal y obligándome a abrir la boca, momento que aprovechó para introducir sus bragas, impregnadas de suciedad y restos. Las calzas llegaron hasta el fondo de mi boca, rozando mi campanilla. El sabor repulsivo, impregnado de suciedad y residuos de
Su recto. Empezó de nuevo a colocar cinta adhesiva sobre mi boca y cabeza. Dio varias vueltas para evitar que pudiera escupir la mordaza. Se aseguró de que la cinta estuviera bien tirante y apretada en mi boca. El sabor era desagradable, me provocaba arcadas. Era su revancha por los insultos que le había lanzado.
Mi tía aún no había terminado. Estaba realmente enojada conmigo y mi actitud. Sacó un par de objetos diminutos de su bolsillo. Al estar atado a la mesa, no podía ver qué eran, además eran muy pequeños. Sujetó los dos objetos minúsculos con su guante en la palma de su mano y se puso frente a mí, donde estaba inmovilizado, mostrándomelos en su mano enguantada.
- ¿Sabes qué son?... Te lo explicaré... Son dos supositorios, hechos a mano por mí. Contienen jengibre y van a arder mucho... mucho... Lástima que estés amordazado y no puedas quejarte – Mi tía Carmen insertó los dos supositorios en mi recto, sin piedad, introduciéndolos bruscamente causándome dolor, y comenzó a reír. Se dispuso a dejar el sótano una vez más, dejándome encerrado allí. Abrió la puerta y antes de salir, se volteó hacia mí.
- Le dije a tu madre que vendría a liberarte... Pero no lo haré... Le diré que, en cuanto te quité la mordaza, empezaste de nuevo a insultarnos. Así que... adivina lo que va a pasar, tu madre se enojará y descargará su correa de nuevo sobre tu trasero, tal como lo hizo antes, con fuerza, y tú con la mordaza llena de excremento y los supositorios ardiendo en tu recto, provocándote un terrible dolor, será un infierno para ti y no podrás decir nada, calladito, ella no lo sabrá - Mi tía Carmen comenzó a reír a carcajadas y se dispuso a salir de la habitación, dejándome nuevamente allí encerrado, atado y amordazado con sus bragas completamente sucias de su trasero en mi boca y su nuevo castigo de supositorios.
Mi tía tenía razón, unos minutos después mi madre entró de nuevo al sótano, se puso los guantes de goma en sus manos y tomó nuevamente la correa.
- Tendré que ser más severa contigo, parece que no has aprendido la lección, tu tía Carmen me ha dicho que has vuelto a faltarnos al respeto... 100 latigazos más te ayudarán a obedecer y no tendré piedad, te azotaré con mucha fuerza – Intenté explicar la verdad, pero amordazado no podía hacerlo, solo podía saborear el despreciable sabor de la mordaza de mi tía y los supositorios empezaban a hacer efecto, el dolor era insoportable. Lloré y lloré mientras recibía los azotes de su correa y los supositorios. Mi boca tenía un sabor terrible y no podía hacer nada.
Ese día mi vida cambió, mi madre y mi tía me vigilaban cada segundo, debía pedir permiso incluso para ir al baño y trataba de masturbarme sin poder hacerlo por la jaula de metal en mi pene. ¿Habré aprendido la lección o seguiré con mi comportamiento?
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