Yo soy el primogénito de cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres. Mi madre decidió separarse de mi padre debido a su carácter violento y alcohólico. Cuando cumplí 18 años, tuve una confrontación física con él, ya que estaba agrediendo a mi madre en un arranque de ira y amenazas. Al día siguiente, mi madre, mis hermanos y yo huimos a otro rincón lejano del país para comenzar de nuevo.
Me convertí en el sostén financiero de la familia, mientras mis hermanos se centraban en sus estudios. Mi madre delegó en mí la autoridad sobre mis hermanos y siempre me presentaba como modelo a seguir, buscando apoyo en mí y convirtiéndome en su apoyo principal.
Así transcurrieron dos décadas en las que mis hermanas y mi hermano lograron completar sus estudios gracias a mi esfuerzo y al empeño que ellos pusieron.
Mi madre se sentía orgullosa de mí por haber ayudado a sacar adelante a sus otros hijos, al punto de tratarme con devoción, cuidando al máximo mi vestimenta, preparando mis comidas favoritas e incluso lustrando mis zapatos, afirmando que sin mí, no sabía qué hubiera sido de mis hermanos.
Al llegar a los 38 años, seguía soltero, a diferencia de mis hermanos menores que ya se habían casado y establecido en sus propios hogares.
A pesar de sentirme satisfecho por haber contribuido al logro de las metas de mis hermanos, ahora mi prioridad era mi madre.
Con sesenta años, mi madre vivía feliz a mi lado y expresaba su mayor temor: que yo me casara y la dejara sola. En esos momentos, le aseguraba con cariño que eso jamás sucedería.
No sé si desarrollé un complejo de Edipo o si la falta de una pareja estable influyó, pero empecé a experimentar sueños recurrentes de mi adolescencia, en los que mi madre era el objeto de deseo. Este sentimiento creció aún más con las demostraciones exageradas de amor materno, quizás buscando evitar que pensara en abandonar el nido.
Finalmente, llegó el momento crucial.
Decidí comprar un automóvil y durante mis vacaciones llevé a mi madre a su pueblo natal, donde solo quedaba una lejana prima suya viuda, quien nos ofreció hospedaje en su pequeña casa de dos habitaciones. Una noche, mi tía se retiró temprano a descansar, dejándonos a solas.
Mi madre arregló la cama, y entre nerviosismo y excitación, me desvestí y me acosté. Ella hizo lo mismo, entrando al lecho.
En un momento de gratitud y sinceridad, la abracé, besé su frente y le expresé mi agradecimiento por todo lo que había hecho por mis hermanos, confirmando mi deseo de estar a su lado. Emocionada, ella correspondió, manifestando su amor y afecto de madre.
Liberándome de cualquier inhibición, con una fuerte excitación me acerqué más a ella. Al sentirme, mi madre abrió sus piernas, permitiendo que nos acercáramos más. Entre gemidos, nos entregamos a la pasión, explorando nuestros cuerpos y deseos de una forma nueva y prohibida. Así, amé a mi madre como a ninguna otra mujer.
Esa noche, descubrí a mi madre como mujer en su plenitud, entregándome a cada instante. Experimenté sensaciones únicas al poseerla físicamente, mientras ella me brindaba su entrega y pasión, convirtiéndose en una amante plena, a pesar de sus más de sesenta años y su figura madura, hermosa y desnuda.
La noche nos perteneció para amarnos como mujer y hombre, como madre e hijo... la fatiga nos venció y recibimos una sorpresa inesperada.
Cuando mi tía notó que no nos levantábamos para desayunar, entró en la habitación donde nos habíamos entregado y nos encontró desnudos y abrazados.
Un grito de asombro nos despertó... ¡Consuelo! ¡Manuel! ¿Qué están haciendo?
Con una impresionante calma y frialdad, mi madre se sentó al borde de la cama y tomó la mano de mi tía, hablándole con suavidad pero con determinación...
"Mira prima, sé que para ti es un pecado atroz lo que presencias, pero tú sabes que desde que dejé a su padre, él ha sido un verdadero padre para sus hermanos y para mí. Es el hombre responsable, noble, trabajador y muy cariñoso que siempre soñé. Sacrificó la oportunidad de casarse por mí y por sus hermanos, y yo no puedo hacer menos que darle lo que necesita como hombre, y él me da lo que quiero como mujer. No hacemos daño a nadie... él me ama y yo lo amo a él. Por favor, no nos juzgues mal."
Después de que mamá dijo eso, me incorporé y la abracé.
Nos besamos sin tapujos frente a mi tía, ella guardó silencio, nos miró con ternura y comprensión, se dirigió a la puerta y, antes de salir, se volteó y con una sonrisa nos dijo que no tardáramos mucho, pues la comida se enfriaba. Luego salió, cerrando la puerta... mamá y yo nos besamos, rodando por la cama, desnudos, enredados en un nuevo encuentro erótico y prohibido por ser incestuoso.
Al regresar a casa, le compré un velo de novia y un vestido blanco. Al entrar en la casa, la cargué en mis brazos y así comenzamos nuestra vida como pareja incestuosa.
Hoy duermo con mi madre en su cama, como su hijo y, al mismo tiempo, como su esposo. Las noches cubren nuestro secreto pecaminoso... el incesto entre mi madre y yo.
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