Entre máscaras y desilusiones.
Con desilusión y un gran enojo, presiono mi dedo índice contra el pulgar y como un proyectil lanzo la colilla de mi cigarro hacia el mar, pero el travieso viento que agita las olas, le impide llegar hasta el lugar que mis ojos esperaban devolviéndola hacia las rocas, haciéndola chisporrotear al impactar contra ellas, apagándose sofocada.
A mi oído derecho llegan imparables los rugidos de las olas al chocar contra el sólido muro de piedra del malecón, y al mismo tiempo alcanzan al oído izquierdo, los no tan distantes sonidos de risas, múltiples voces y notas musicales de algún éxito regional mexicano que no logro identificar. Pero... ¿Y Mariana?
Me giro y observo cómo va quitándose con los pies las sandalias griegas, colocándolas ordenadamente junto a su bolso a la derecha, alejadas del sombrero de paja con ala ancha que sujeta en su cabeza con una mano, temerosa de que el fuerte viento actual se lo lleve. Se sienta casi al final del muelle, subiendo la tela negra de su vestido hasta dejar al descubierto sus blancas rodillas, permitiendo que sus piernas se balanceen en el borde sin tocar el agua; y clavado entre sus labios carnosos, cerca de su lunar negro apenas visible, se inclina ligeramente su cigarro blanco, recién encendido.
Tiene todos los indicios de una sosegada pero amable invitación. Con su silencio, Mariana me invita a acomodarme a su lado, para seguir desvelando sus decisiones, recordando cómo, por mi elección, entre los dos sembramos más de un conflicto.
—Con las compañeras de la oficina, Diana, K-Mena y las del otro equipo de ventas, es decir, Carolina y doña Julia, junto a las dos chicas de la recepción, —comienza a hablarme en cuanto me acomodo a su lado— aprovechábamos cualquier momento libre para organizar la fiesta de intercambio de regalos del amigo secreto a fin de mes, intercambiando ideas sobre nuestro atuendo, preguntándonos con quién iríamos, esposos, novios, amigos o solas, como era mi caso. Discutíamos sobre el tipo de comida y bebidas que llevaríamos para ofrecer, y especialmente, quiénes se encargarían de recolectar las contribuciones de cada uno de los asistentes para comprar lo necesario. Finalmente, encargamos a la señora Carmencita y a las chicas de recepción, que se encargaran de visitar los otros pisos de la constructora para invitar a la fiesta en casa de José Ignacio y recaudar el dinero necesario.
—Quizás por eso pude disimular mi malestar por haberte engañado nuevamente, y me enfoqué en los días siguientes en concluir los demás negocios pendientes, visitando al gerente del banco encargado de los estudios de crédito de mis clientes, y con la ayuda de otra asesora financiera, logré obtener casi todas las aprobaciones, sintiéndome satisfecha de hacerlo sin tener que agradecerle por su "asesoría" a ese desgraciado de Eduardo. —Con dos dedos remarco la palabra a Camilo para aclararlo, pero sus facciones muestran sospecha y vacilación, las arrugas en su frente me instan a ser más precisa.
—No te imagines cosas que no son, cariño. Sí, obviamente le caía bien al gerente del banco y me aprovechaba de eso, aceptando con sonrisas coquetas sus cumplidos y halagos, pero educadamente rechazaba sus insinuaciones para encontrarnos fuera del horario laboral. Cada una de las ventas que realicé de esos apartamentos de interés social, las conseguí de forma legítima. No tuve que ofrecerle más que mi simpatía y agradecerle con una invitación a esa fiesta, en la.casa de Nacho. —Mi esposo me vigila con atención y acepta mi respuesta como verdadera.
—Experimentaba felicidad, no tanto por los elogios o el dinero que obtendría con esos negocios, sino por la posibilidad de ver las caras de felicidad infinita en esas modestas personas al saber que finalmente serían dueñas de un techo propio, especialmente las de varias mujeres que eran las que lideraban sus hogares, luchando por darle a sus hijos un hogar más digno y hermoso. Fue por eso que me sentí más cariñosa contigo y con nuestro hijo, aunque todo para mí formara parte de la cotidianidad familiar.
—Incluso aquel viernes a mediados de mes, antes de dirigirme al bar para nuestra respectiva reunión semanal, recibí la llamada del joven abogado, lo cual alegró aún más mi tarde. Confirmaba aquella reunión pendiente para negociar una de las viviendas tipo «C» en el condominio en Peñalisa. El joven acudiría con su novia y futura esposa, su madre y su padre, un destacado magistrado de los tribunales. De hecho, prácticamente me rogó que los atendiera muy bien, ya que todo el negocio dependía de él. Camilo se acomodó en el extremo del maderamen de manera similar a mí, separados solamente por mis objetos personales.
Mi esposo sigue con su mochila cruzada sobre el pecho, su camisa completamente abierta, dejando ver la cadena de oro con la argolla matrimonial en el medio de su pecho, brillante con cada movimiento, y con su pierna izquierda colgando hacia abajo, mientras dobla la derecha y apoya la suela de su zapatilla en el puro filo, con su antebrazo presionando la rodilla. Está reflexionando, y por su mirada característica –al arquear una ceja y achicar el ojo opuesto–, intuyo que quiere comunicarme algo, respira profundamente… ¡Y finalmente lo hace!
—Nunca fue mi intención imponer mis preferencias sobre tu manera de vestir, pero noté algunos cambios que, aunque eran obligatorios por tu nuevo trabajo, en ocasiones mostrabas descuidadamente un poco más de piel. Por tus gestos entendí que te molestaba que desaprobara tus nuevos atuendos, aunque no me lo dijeras, y poco a poco dejaste de consultarme si lucías bien para salir a cumplir compromisos o simplemente para ir a la oficina. No era que desconfiara o sintiera celos en sí, Mariana, simplemente me imaginaba a ese desvergonzado deseándote con lujuria por tu atractiva apariencia, desnudándote con su mirada lasciva. ¡Me repugnaba pensarlo!
—Y sin embargo terminábamos discutiendo, enojándonos a veces por mi nuevo estilo de vestir, tan presumido e imprudente. Sí, lo recuerdo perfectamente, cariño. Tú no entendías por qué lo hacía, y yo no comprendía tus reclamos aparentemente posesivos. «¡Por qué enseñas eso!» Señalando con tu dedo índice en el centro del escote de mis blusas. «¡Por qué muestras aquello!» Indicándome con el gesto acusador de tus labios, la «V» que resaltaba explicita entre mis piernas, ya sea con leggings o con mis vaqueros ajustados. Recuerdo claramente tus palabras, y yo, orgullosa y algo molesta, te respondía... ¿En serio, cariño? ¡Qué fastidio! ¡Déjame decidir cómo creo que debo vestir! Lo siento mucho, de verdad me arrepiento de haberme transformado en esa otra mujer. —Y tras esos recuerdos tan desagradables para ambos, dejo que algunas lágrimas caigan lentamente desde mis ojos hasta mis mejillas.
—Y luego ocurrió aquel fatídico encuentro en el bar, –sigo recordándole a Mariana– unos días antes del final de mes. Tanto Liz como yo fuimos invitadas por Eduardo a la inauguración del nuevo karaoke que habían instalado allí. Cuando entramos, ya estabas con tus compañeros calentando motores con vodka y aguardiente, todos listos para cantar sus canciones favoritas. No me habías mencionado nada sobre la fiesta de cumpleaños en la casa de ese hombre desvergonzado, lo supe por boca de los ingenieros y de Elizabeth,
que al final del mes se festejaría la distribución de obsequios para el amigo oculto. ¿Por qué motivo lo guardaste para ti?
—Yo tampoco estaba al tanto. Fue Carlos quien lo mencionó esa noche mientras estrenábamos el karaoke, y Diana junto con K-Mena, se les ocurrió organizarle la celebración de cumpleaños esa misma noche con una celebración de disfraces, aprovechando que José Ignacio cumpliría veintiocho años en la primera semana de octubre. Al saberlo, pensé de inmediato en ti y en tu aversión hacia él, por lo tanto decidí omitir esa información. Al verte llegar a nuestra mesa, me sentí muy cohibida, no sé si lo percibiste, y preferí asistir sola a esa fiesta y que tú te quedaras cuidando a Mateo, evitando así nuevos enfrentamientos con Nacho, y de esta manera evitar que experimentaras más humillaciones. Tampoco deseaba verte sufrir, estando tan cerca de ti pero sin poder estar juntos como ambos lo deseábamos. —Le respondo a mi esposo, mientras le doy una última calada a mi cigarrillo.
—No parecía que estuvieras tan incómoda con la situación, ya que junto a tus amigas, –algo ya ebrias por el alcohol– las tres cantaban a todo pulmón las canciones de Ana Gabriel y Rocío Durcal. Sobre todo esa que relata la historia de un par de amigos frente a los demás, pero amantes en secreto, y aceptando con gusto que el brazo de ese galán de playa se apoyara confiado y pesado en tus hombros con la jarra de su cerveza en la otra mano, chocando tu copa de aguardiente, brindando con un gesto cómplice. —Comento a Mariana, mientras ella en silencio y reflexiva, termina su cigarrillo y girando su cuerpo lanza la colilla hacia las salpicadas rocas que tenemos detrás nuestro.
—No estaba cantando para él, aunque por la forma en que lo mencionas ahora, entiendo por qué esa noche viste algo malicioso y, por ello, rechazaste tener intimidad conmigo. ¡Pensaste que lo hacía dedicándosela a él! Pero no fue así. Esa canción era solo para nosotros dos, mi amor. Estúpidamente trabajando separados en esa constructora, y anhelando estar juntos, amándonos detrás de las íntimas paredes de nuestro hogar. Cantaba pensando en ti con los ojos cerrados, creyendo que lo habías captado desde el principio, pues de reojo vi cómo sonreías y luego, fugazmente me guiñaste un ojo.
—Esa sonrisa en mi rostro, solo era una fachada para ocultar mis no tan infundadas sospechas sobre la relación existente entre tú y ese seductor de vecindario. Además, porque ustedes tres desentonaban bastante y Elizabeth, a mi parecer, también me daba cómicamente su opinión al oído. Debía aparentar como siempre. Lo que hicieras o dejaras de hacer, siendo supuestamente ajena, no debía importarme. Pero entonces, si no deseabas que fuera a esa fiesta, ¿Por qué me enviaste ese mensaje? —Y al preguntarle, –antes de responderme– a Mariana se le vuela su sombrero, pero con destreza extiendo mi brazo y logro atrapárselo antes de que caiga al oscuro agua.
—Gracias, amor. ¡Eres siempre tan atento con mis cosas! —Agradecida le digo, al recibir nuevamente de sus manos mi sombrero de paja, y lo dejo a mi lado para que no pueda volar nuevamente, y en el extremo del ala coloco encima una de mis sandalias y me dispongo a responderle.
—Si lo recuerdas tan bien como yo, aburridos ya de cantar y «hacer el ridículo», nos fuimos a bailar a la pista cuando pusieron un mix de salsa, reguetón, bachata y vallenatos. Aunque me sentía algo mareada al mezclar aguardiente con vodka, mantuve la distancia con José Ignacio, y me enojé al escucharle hablar de manera condescendiente y ofensiva sobre ti, después de una pregunta de Diana.
— ¿Qué dijo sobre mí? ¿Qué le preguntó ella?
—Estábamos hablando de su fiesta de cumpleaños y Diana señaló tu dirección…
— ¿Y vas a invitarlos a ellos también, Nachito? —Le hizo la consulta Diana, señalándote con sus labios estirados, mientras hablabas tranquilamente
con Elizabeth, sentados muy juntos al borde de la mesa.
—Tal vez sí, –respondió mirándola de reojo– aunque sea una mujer fría y además, una presumida por la nobleza de sus apellidos. Pero su esposo me cae bien, y además canta muy bien los vallenatos de Diomedes. Quizás le pida una serenata de regalo. ¡Jajaja! —Estalló en risas a todo volumen, como era habitual en él con sus comentarios hirientes.
—¿Y qué hay del arquitecto? —preguntó de nuevo Diana mientras Nacho se llevaba la mano derecha a la nuca, pensativo.
—Es una pena que esté casado y sea fiel como un perro guardián, ¡aunque sea tan atractivo! Lo coquetearía toda la noche si se deja, antes de que se vuelva muy aburrido. ¡Jajaja! —concluyó Diana, provocando risas en los presentes, ajeno a ti y a tu asistente a estas bromas. Sonreí disimulando mi incomodidad, sintiéndome molesta con él y celosa de Diana, aunque fue solo por un momento, ya que José Ignacio finalmente dio su opinión.
—No me dan ganas de invitar a ese tipo. Pero si quiere ir, que vaya y me presente a su esposa, a ver si tiene buen gusto cuando me conozca. Me da igual si va, aunque no lo soporte y además ¡Míralo! Siempre tan serio y prudente. Parece un santo. Además, ese tipo no bebe nada, ni siquiera cuando es el momento. —Y se rió de nuevo, esta vez acompañado únicamente por las carcajadas de Carlos, ya que ni Diana, K-Mena o yo nos unimos.
—Se enorgullece de tener un matrimonio perfecto y feliz, pero eso debe ser solo una ilusión en su cabeza. Apenas suena su teléfono, se aleja para hablar en voz baja y luego corre a refugiarse bajo el ala de su esposa. Esa mujer lo tiene dominado. Y quién sabe cómo baila. ¡Debe moverse menos que un maniquí! Jajaja. No sé, Dianuchis, si quieres perder el tiempo intentando conquistarlo, allá tú. ¡Buena suerte con eso! —concluyó, mientras yo, bastante molesto, tomé mi teléfono para mandarte un mensaje pidiéndote que, en la próxima canción, me invites a bailar, independientemente del género.
—¡Y lo hiciste! Bailamos un par de canciones de salsa, no recuerdo cuántas, y me alegré al tenerte cerca gracias a ese mensaje. Bailamos bien, no tan pegados como quería para mantener las apariencias, pero al estar apartados de ellos, no mencionaste nada. —Le comenté a Mariana, quien nerviosamente jugueteaba con su anillo de matrimonio, sin apartar de mí su mirada azul topacio.
—Las miradas, cielo. Aunque estaba un poco afectada por las bebidas, aún estaba lo suficientemente lúcida como para notar que nos observaban. Y sí, con nuestra forma de bailar, despejamos las dudas que José Ignacio había sembrado sobre ti. ¡Y eso me gustó! Sin embargo, también atrajiste la atención de Diana, quien se obsesionó contigo y prometió ante todos que en la fiesta, de alguna manera, te conquistaría.
—¡Deberías haberla ignorado! Con discreción, por supuesto, así nos habríamos evitado los problemas que más tarde tuvimos por culpa de los disfraces que elegiste. —Con pesar al recordarlo, le hice ese comentario y ella, con lágrimas en los ojos, bajó la cabeza.
—Sí, recuerdo bien que discutimos, y no fue precisamente por nuestros atuendos, aunque sí influyeron en mi comportamiento contigo en esa fiesta. Pero fueron principalmente tus celos exagerados los que distanciaron nuestras miradas, al ver como...
mi disfraz inicialmente preferido, según lo que piensas, me hizo ver muy vulgar y llamativa. Pero tu expresión de disgusto al verme, tan sorprendida, junto con tu mirada acusadora como si fueras un juez de la Santa Inquisición, me ofendió mucho.
—No fue mi intención burlarme o ridiculizarte con el disfraz de Pedro Picapiedra que seleccioné para ti. Simplemente pensé que te verías más gracioso y jovial, rompiendo con la creencia generalizada de que eras una persona amargada y aburrida. Además, pensé que así disfrazado, con esa falsa barriga de espuma, serías menos atractivo para las demás mujeres que asistieran a la fiesta, especialmente para Diana, que tenía un interés especial en ti. Y en mi caso, usando ese disfraz de Gatubela, luciría provocativa y más atractiva frente a los invitados, incluyéndote a ti.
—A pesar de enojarme por la forma en que me miraste, me di cuenta demasiado tarde de que tenías razón, ya que el disfraz me quedaba tan ajustado que marcaba vulgarmente mi anatomía, por lo que decidí salir corriendo de la casa sin despedirme de Mateo ni de ti, pensando en encontrar otro disfraz que ocultara las formas de mi cuerpo para no causar más incomodidad o celos.
De repente, gira su cabeza para clavar sus ojos en los míos, permitiéndome ver su rostro afligido, enmarcado por ese nuevo corte de cabello que le otorga un aspecto juvenil pero al mismo tiempo le da un aire más desafiante y decidido; me entristecen sus ojos azules, tan tristes y llorosos como el mar que nos acompaña en este momento, con el sonido rítmico de las olas rompiendo sin descanso, mansamente al llegar a la orilla, desvaneciéndose sobre los interminables granos de arena, solo para renacer más tarde en otra ola que intenta retroceder, superponiéndose a la siguiente antes de alejarse de la espuma, lográndolo solo a medias, al menos esa es la impresión que tengo.
— "¡Lo que se tolera, se repite!" —Escucho a Mariana decir de repente, sin mirarme, y sin darme la oportunidad de preguntar a qué se refiere, continúa recordando los eventos pasados.
—En los días previos a la fiesta, debido a la insistencia de K-Mena de estar cerca de José Ignacio por cualquier motivo en Peñalisa, tuve que acompañarlos a todas partes para no descuidarla. Por lo tanto, nuestra relación se volvió más estrecha y cercana, aunque no tanto como tú habías imaginado. Algunos comentarios elogiosos sobre el bronceado de mis piernas y la suavidad y brillo de mi cabello, que llevaba recogido en una trenza al estilo alemán que Naty se empeñó en hacer la noche anterior, y pasó su mano sin permiso desde mi cabeza hasta la punta, aprovechando para jalar y soltarme la tira posterior del sostén, pero aparte de eso, simplemente hablamos sobre los negocios que había logrado y que aparentemente me colocarían en la cima de los vendedores del grupo.
—También discutimos sobre K-Mena, a sus espaldas, ya que había cambiado mucho con su novio, mostrándose caprichosa y distante. Sergio pedía consejos a José Ignacio a diario, mientras yo recibía llamadas preguntando por qué estaba actuando así. Me sentí mal por él y, por supuesto, prometí hablar con ella e intentar entender el motivo de su cambio de actitud. Pero como ya sabes, yo era la culpable.
Mariana suspira, lleva sus dedos índices hasta sus ojos llorosos y los frota contra sus párpados, limpiando las lágrimas que caen. Toma un cigarrillo de su paquete y lo sostiene entre sus dientes blancos, con la boca entreabierta y temblorosa, a pocos centímetros del lunar que me había cautivado desde el primer beso, ubicado en una esquina.
—Inicié riendo fingidamente con sus bromas pesadas, para luego aliarme con él, haciendo chistes a los demás. Acepté su desconsideración al expresar sus opiniones, aunque luego, de forma amistosa, le hacía ver sus errores como si fuera un niño pequeño. Permití que me abrazara en cualquier situación, incluso cuando estábamos solos, a pesar de sentirme observada.
—Aguanté sus juegos infantiles al despeinar mi cabello frente a otras personas. También, sin que nadie lo notara, desabrochó mi sujetador en un restaurante lleno de gente. Le lancé una mirada fulminante y le pellizqué el costado cuando gritó de dolor. Sin embargo, para calmar mi molestia, dejé que me besara en la mejilla con efusividad.
— ¿Y tienes la osadía de decir que entre ustedes dos no había ocurrido nada antes de esa fiesta de cumpleaños?
— ¡No llegamos tan lejos como piensas! Pero sí, lo sé. Permití muchas cosas, sabiendo que José Ignacio intentaba desviarme del camino de la fidelidad. Yo solo quería que se distanciara de K-Mena y que comenzara a extrañarme.
—Pensé en ser su única necesidad, seduciéndolo lentamente, sin entregarme por completo. Me involucré tanto que me vi envuelta en una complicada situación, viviendo en una tríada secreta.
— ¡Me metí en un gran problema!
—Tal vez te arrepientas aún más, Mariana. Colócate en mi lugar ahora. Aunque ambos sepamos lo que sentimos el uno por el otro, es posible que no podamos volver a ser lo que éramos antes de todo esto.
—Es incierto cómo seguiremos adelante. No sé si podré olvidarlo y volver a confiar en ti. No tengo idea de si podré vivir tranquilo con la persona que destruyó mi mundo pasado con sus mentiras casi perfectas. ¡Creí que eras diferente!
Actualmente tengo dudas sobre regresar a tu lado y vivir con esa mujer ideal que lograste, apartándome con un simple golpe en mi pecho, haciéndome sentir amor eterno.
—El tiempo sin duda curará las heridas causadas por mi deslealtad. Al mirarnos desde mi regreso, ambos destrozados por lo que te he ocultado, seguimos amándonos, a pesar de que sigo haciéndote sufrir. Mantengo la esperanza de obtener tu perdón, a pesar de que...
— ¿Hay mucho que desconozco? —Le cuestiono, sin recibir una respuesta inmediata, sino que ella enciende un cigarrillo, aparta el cabello de su oreja y comparte sus dolorosas palabras entre el humo.
—En la tarde, en una esquina de la piscina del hotel, K-Mena, él y yo nos divertíamos, alejados de los demás que tomaban cerveza y cócteles en una mesa. Era evidente en su mirada que quería algo conmigo. Medí su intento sensorial al tacto, la piel salpicada de gotas en los hombros, la parte baja de mi espalda y la cintura, simulando no querer. Cuantifiqué sus intentos de tocar mis nalgas y pechos de manera juguetona e irrespetuosa, pero debo admitir que, a pesar de sus repetidos intentos, aquello me divertía.
—En medio de risas, K-Mena se sintió excluida, se aburrió y salió del agua, diciendo que estaba cansada, dejándonos solos. Yo apartaba su mano juguetona y la sujetaba fuertemente, pero me empujó hacia atrás con la otra, aprovechando la poca luz en una esquina de la piscina, pidiéndome un beso. Me reí y me negué al principio. Insistió una segunda vez, acercándose más, rodeándome con sus brazos, presionando su cuerpo contra el mío. Con una sonrisa traviesa, pidió por tercera vez un beso, hasta que finalmente se lo permití, cerrando los ojos sin abrir los labios. Y cuando una mujer comienza a ceder...
—En un descuido, sentí sus dedos acariciando mi cuello, erizando mi piel, rozando mis pezones a través de mi sostén, desafiando mi resistencia inicial. La misma mano continuó explorando mi mandíbula, mi mentón y mis labios, mientras intentaba seducirme para llevarme a su habitación.
Camilo se siente justificadamente perturbado, herido en su ego masculino al escucharme. Cierra los ojos con fuerza, inclina la cabeza hacia atrás, entrelazando los brazos formando un triángulo escaleno, apoyando las manos en el suelo de madera, con la espalda recta. Respira agitado, pero sin rastros de lágrimas en sus mejillas, así que prosigo con mis revelaciones, las verdades que necesita conocer.
—Fue solo un roce. Cuando sentí su presión y su intento de besarme, lo aparté con determinación, nadando rápidamente hacia las escaleras para buscar mi ropa y una toalla. Envuelta en ella, regresé donde estaban Carlos y Diana, decidida a terminar mi bebida y fumar un cigarrillo. Luego fui a las duchas para enjuagarme y eliminar el olor a cloro de mi cuerpo.
la dermis y mi melena, y sin percatarme hasta ese punto llegó callado, envolviéndome detrás, expresando que no le bastaba, volteándome bruscamente tratando de besarme nuevamente.
—Llena de histeria y enojo, apoyada contra la pared, le indiqué que desistiera, que me soltara y dejara de fastidiarme con esa obsesión suya, pero a una fémina alterada como yo lo estaba, no se le calma fácilmente con palabras o promesas y es necesario silenciarla de otro modo. —Camilo, desanimado por mi relato, finalmente se dejó caer contra el tablado, buscando con dos dedos en su cajetilla, con ansias de aspirar el tabaco y el alquitrán de uno de sus rubios.
—Con dificultad y prisa, –continué recordando– introdujo su mano debajo de la cremallera abierta de mis pantalones cortos y bruscamente sus dedos rozaron el pliegue de mi vulva sobre la braga del bikini, intentando con su muslo derecho obligarme a abrir más las piernas para facilitarle el ataque. Intenté alejarme, te lo prometo, pero mi resistencia solo avivó su determinación y así logré que su otra mano tomara firme posesión de mi cuello, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, entorpeciendo mi respiración. Cedí entonces la tensión en mis muslos y él aprovechó la oportunidad para apartar hacia un lado el elástico de la tanga e introducir un poco, dos de sus dedos en mi interior; creo que usó las primeras dos falanges pero con brusquedad de una sola vez. ¡Me hizo daño! Y mientras me encontraba casi sin aire, ultrajada y ya vencida por la fricción en las paredes poco lubricadas de mi interior, cerré los ojos por la quemazón y el malestar que sentía, y abrí la boca con urgencia para respirar más oxígeno. Fue ahí cuando aprovechó para introducirme su lengua, colocándola sobre la mía, explorando con su extremo todo mi paladar.
—Abrí los ojos y reaccioné. Apreté mis dientes sobre ella, aplicando la presión suficiente para escuchar su quejido ahogado. Primero aflojó la presión de sus dedos alrededor de mi cuello y luego retiró aprisa la mano de mi entrepierna. Me miró con temor y en esa ocasión fue la primera vez que mi mano, esta... ¡Esta, maldita sea! –con enojo se toma la zurda y la envuelve con su diestra a la altura de la muñeca– alcanzó su miembro erecto, sobre su pantaloneta y acarició su extensión hasta abajo. Apreté con todas mis fuerzas sus testículos, soltando su lengua, escuchándolo gemir de dolor y doblegarse ante mí, pidiendo compasión y al verlo de rodillas, experimenté un extraño placer y una especie de éxtasis al escucharlo pedir perdón.
Observo la hora en mi reloj. Casi son las tres. Los troncos consumidos de una de las fogatas apenas iluminan. En la otra apenas distingo un leve resplandor en sus brasas y mientras el grupo de Verónica y los demás amigos recogen sus cosas y limpian el lugar. Mis posaderas se están entumeciendo de estar sentado en estas duras tablas, tal vez Mariana sienta lo mismo así que le pregunto...
— ¿Qué te parece si vamos por un café para entrar en calor?
—¡Wow! No vas a creerlo, pero estaba pensando lo mismo. Además siento que se me está borrando la raya del trasero. ¡Oops! Disculpa la expresión tan coloquial. —Le respondo a mi esposo y para compensarlo, le regalo mi mirada de niña mimada, la que tanto le agrada.
Gentil me ayuda a levantarme. Cojo mi bolso y el sombrero, calzo mis pies con las sandalias apoyándome en su brazo y regresamos lado a lado caminando hasta el extremo de la pasarela, levantando Camilo su brazo izquierdo y agitando en el aire su mano para despedirse de la joven rubia, que se va sin lograr conquistar a mi marido.
—Humm… ¿Dónde crees que podamos tomar ese cafecito a esta hora? —Le pregunto a Camilo.
—Quizás encontremos algún local abierto frente al Ministerio de Finanzas. —Le respondo, casi llegando a la esquina del malecón, para doblar a la izquierda el
última parte y pasear por la costa para atravesar el desierto parqueadero.
—En caso contrario, podríamos tomarnos algo en mi hotel. Si te parece bien, por supuesto.
Encogí los hombros y mis ojos observaron en la lejanía las luces de colores, los movimientos de los vehículos y el ir y venir de la gente. En el bar de la esquina, en el primer piso de los apartamentos no creo que encuentre el café que buscaba, pero sí más bebidas alcohólicas.
—¿Estamos lejos? —Pregunté finalmente.
—¿De mi hotel? No, cariño, solo estamos a unas cuadras de distancia. Quizás el Viejo Holandés aún esté abierto. ¿Vamos? —Le pregunté a Camilo y asintió, retomando nuestra conversación en el punto que más le preocupaba.
—Pensé que nuestros momentos íntimos eran exclusivos de los diferentes rincones de nuestro hogar, cuando nos buscábamos para intimar. En la sala, los dos desnudos en la madrugada, calentando nuestra piel con cada prenda retirada, sintiendo en ellas el calor de la chimenea. O en la cocina, con tu torso apoyado en el frío mesón de granito, tus brazos rodeando mi cintura y tus manos apretando mis nalgas cada vez que me penetrabas con deseo. —El rostro de Mariana reflejaba emoción por mis recuerdos y sonreía con los ojos y la boca.
—También lo hicimos en el cuarto de lavado un domingo por la mañana, cuando te busqué y, al no encontrarte a mi lado, te sorprendí sentada en la lavadora en pleno centrifugado, con mis dedos explorando tu intimidad y mi boca disfrutando de tus flujos, provocando tu placer. —Continué recordando, mientras me ahogaba un poco al respirar rápido.
—Nuestra habitación era para momentos más románticos y tranquilos, para amarnos con ternura, sin gemir demasiado alto para no despertar a nuestro hijo. Un lugar donde compartíamos amor de muchas formas.
—Muchas veces, Camilo, por eso necesito que me perdones y vuelvas conmigo, porque nunca serán suficientes... —dijo Mariana antes de ser interrumpida.
—Compartíamos momentos íntimos, superando cada prueba. Pero nunca cuestioné la fidelidad mental. Jamás creí necesario, no tenía forma de comprobarlo. Vi tus cambios, tu personalidad más definida, incluso más dominante. Cambios en tu forma de vestir, menos tela, más piel a la vista para lucir más femenina, costándote más pero pareciendo importarte poco.
juvenil y empoderada. « ¡Y no es por ser presumida!», me repetiste en varias ocasiones al observar mi gesto de desaprobación, aunque desde mi punto de vista, resultaras demasiado atractiva para los demás. Especialmente para tu Don Juan de la cuadra. A pesar de eso, también lucías increíblemente hermosa para mí, aunque mi opinión ya no importaba, pues, siendo tu esposo, según tu nueva manera de ver las cosas me decías con cariño... «Tan ingenuo, disfrutas más que todos ellos, apartándola de mi lado». Y antes de alejarte, te despedías de mí con un... « ¡Soy exclusivamente tuyo!», y sí Mariana, como un ingenuo te creía.
— Y tras reflexionar profundamente, recordé una cita de un renombrado escritor estadounidense que me impactó: «No podrás explorar nuevos horizontes si no tienes la valentía de perder de vista la costa.» En ese momento, comprendí que para alcanzar mi paz interior y tu confianza, era necesario arriesgarme y liberarte por completo, permitiéndote vivir tu vida y dejando a un lado mis inseguridades, tal como mi madre me aconsejaba al inicio de nuestra relación: «No la agobies tanto, si el caballo es de paso fino, las riendas son meramente decorativas.» Por ende, me mordí la lengua, contuve mis celos lo mejor que pude y opté por guardar silencio.
— No te expresé mi gratitud en persona con palabras, sino que interpreté tu silencio como aprobación absoluta a mi fidelidad inquebrantable. Al final, al aceptar estos cambios, quizás contribuiste a que me terminara de perder, con mayor serenidad.
— ¡Ves cómo fui yo el culpable! Te permití elegir y me resigné a aceptar a la nueva Mariana.
— ¡Melissa! Fue ella, la vanidosa y orgullosa, quien asumió la identidad de esa mujer que salía continuamente a la calle. Tu Mariana seguía siendo la misma, amándote y compartiendo tus éxitos en la calidez de nuestro hogar.
— Si así lo crees, entonces así sea. No obstante, yo convivía con una única mujer. Aquella que, confundido, vi partir de nuestra casa esa tarde y que luego encontré en la fiesta convertida en otra persona. Recuerdo haber llegado a la dirección que me enviaste al celular, sin ninguna explicación por tu enfado al irte molesta, ataviada únicamente con un atuendo provocativo y revelador. A duras penas conseguí estacionar mi camioneta y al final de la poco iluminada calle hallé un espacio libre donde estacionarla, aunque al descender, escudriñé en busca de la tuya sin éxito. Cargando las dos bolsas de regalos, traspasé el umbral de la puerta que permanecía abierta, y de inmediato, me topé a la derecha con Eduardo, Fadia, Elizabeth y su amable esposo. Sin poder preguntarles por tu paradero, deposité los obsequios en la esquina opuesta a la entrada, donde se amontonaban los demás regalos, y saludé a tus compañeros y a los ingenieros con quienes colaboraba en el piso once.
— Dejé la botella de Chivas Regal como obsequio y me dirigí a la cocina para dejarla; no obstante, en lugar de toparme con la figura esbelta de mi esposa enfundada en su traje de látex negro, me encontré con la visión de un colosal perro esquimal husmeando entre las piernas de una mujer vestida con holgados pantalones amarillos llamativos, chaqueta ancha de etiqueta, pañuelo en el bolsillo delantero del mismo vibrante color y zapatos de charol relucientes en contraste con la camisa impecablemente blanca. Su corbata oscura y ancha presentaba delicados arabescos, sus tirantes negros estaban sujetos a la pretina del pantalón, sus manos, cuello y rostro pintados de verde, salvo los labios, que ostentaban un rojo tan intenso como mis cigarrillos; en las orejas llevaba grandes pendientes dorados, emulando los botones de su camisa. Remataba el conjunto un sombrero amarillo de ala ancha adornado con una cinta negra ancha y una pluma púrpura sujeta a ella.
— El perro cesó su olfateo y movimiento de la cola, como si, a pesar dede disfraz al percibir – para notar mi presencia y aproximarse confiadamente hacia mí. No emitió gruñidos, pero se sentó bloqueando el paso con su ancho y peludo cuerpo, situado entre la representación femenina de Jim Carrey en la película de "La Máscara" y mi abultado abdomen de Pedro Picapiedra. No te reconocí hasta que te volteaste y me saludaste de forma irónica con un... "¡Por fin hizo acto de presencia el señor!"
—Estaba exhausta después de pasar tres horas en el salón de belleza maquillándome, - aclaré mi situación ante sus quejas - y molesta por sentirme fea y ridícula con aquel disfraz. Cuando me percaté de mi brusco saludo, apareció detrás de ti José Ignacio para entregarme las llaves de mi Audi. Apenas se saludaron, y en tu rostro noté la sorpresa que provocó. Nadie más que yo había manejado ese automóvil, ni siquiera te permitía a ti los domingos, cuando íbamos al supermercado a hacer la compra del mes, conducirlo. ¡Otra metida de pata más! Te enojaste de inmediato y me preocupé. Ese arrogante enemigo ya había conducido el carro que tú me habías regalado. Saliste de allí rápidamente y te perdí de vista por más de treinta minutos.
—Salí de esa casa necesitando aire, espacio y tiempo para asimilar lo que acababa de presenciar. Y, por supuesto, al llegar al garaje vi tu auto estacionado allí, aún con el capó caliente y el techo panorámico sin cerrar. Caminé un poco y encontré un pequeño bar abierto a dos calles de la casa, decidí pagar por una cerveza para acompañar mi segundo cigarrillo. Los presentes me miraban extraño y hasta logré sacarles alguna sonrisa con mi túnica de piel de leopardo hasta las rodillas y mi cabello engominado. Pensé en volver por la camioneta y regresar a casa, ya que no tenía ganas de quedarme más allí, pero al acercarme a la reja escuché con claridad el jolgorio y la voz de la señora Carmenza, encargada de distribuir los regalos del amigo secreto, y al nombrarme fue necesario acercarme para recibir el mío.
—Una caja con piezas blancas y transparentes para armar. Sí, recuerdo tu expresión de satisfacción al recibirlo. Fue un regalo excelente y saludaste efusivamente a...
—Contreras, el ingeniero civil. Me sorprendió, aunque no tanto como la cara de felicidad del playboy de la playa al recibir una robusta chaqueta negra de piel envejecida. Con múltiples cremalleras, flecos, taches cromados y en la espalda estampada la cabeza de un águila y alrededor, en letras flamígeras, tres palabras: "Born to Ride". Un beso en la mejilla, un abrazo prolongado y fuerte para la persona que la había obsequiado. ¡Mi querida esposa!
—Eduardo y Fadia requerían mi compañía y conversamos sobre los disfraces, bromeando sobre mis piernas velludas y yo elogiando la elección de un Drácula calvo y una Morticia sin muchas curvas. Después intenté encontrarte a solas, pero te vi emocionada hablando frente a tus colegas, al lado de ese payaso y frente a los otros asistentes. No sé qué les relatabas, pues estaba acompañado por el esposo de Elizabeth y el novio de tu amiga Carmen Helena, justo en la otra esquina de la sala y al lado de uno de los altavoces.
—Sin embargo, te observaba desde allí y lograbas mantenerlos entretenidos cuando afirmabas algo y, con un gesto leve de tu cabeza hacia atrás, alzabas las cejas, siempre enmarcadas en negro y cubiertas con ese tinte verde del disfraz. Pero te expresabas también con el movimiento de tus manos, llevándolas al centro de tu pecho para después extenderlas y moverlas suavemente, una sobre la otra, creando ondas en el aire, alargando tu dedo índice hacia adelante sin señalar a nadie en particular, acentuando quizás alguna frase importante con el ceño fruncido, sin parecer autoritaria pero siendo tú, mi Mariana, la atracción principal.
Rostros anónimos pasan frente a nosotros, moviendo sus labios para expresar un cordial saludo con aliento.
embriagado, que los dos coincidimos. Por el contrario en la otra acera, transeúntes desorientados simplemente alzan sus cuellos, arrogantes elevan sus cabezas y despreocupados avanzan en dirección contraria, a medida que nos acercamos a la cafetería y minutos después, la comodidad del hotel.
—Salí de mi domicilio con la cerveza en mi mano hacia la calle para controlar mi camioneta y al regresar de fumar, te busqué con la mirada, echando un vistazo rápido a las personas sirviendo tragos en la cocina. Al no encontrarte giré 180 grados y observé a las parejas en el comedor pero tampoco estabas entre ellas. Fue al voltear mi rostro cuando te divisé en el centro de esa sala. Bailabas con ese Playboy de la playa, demasiado cerca para mi gusto, aunque debo admitir que era un vallenato. Me fijé en tus ojos excesivamente maquillados, el iris pigmentado de un azul brillante, las pupilas dilatadas atentas al más mínimo movimiento de su boca al hablarte, y en tu rostro, ignorando todo lo demás, la radiante felicidad se mantenía inalterable.
—Estábamos hablando de lo sucedido entre los dos el fin de semana en Peñalisa, de sus mensajes diarios pidiendo disculpas y lógicamente le pedí que se alejara de K-Mena y mantuviera su amistad incondicional con Sergio. Se reía nervioso y me hizo dudar si ya había ocurrido algo. Lo desafié y lo negó. Me lo volvió a pedir, mientras bailábamos. Pretendía engañarme. Acostarse conmigo y ya está.
—No intentes sacar mi lado oscuro, porque ya estoy envuelta en la oscuridad. Ni me pidas más tiempo del poco que te puedo ofrecer. No quiero que termines enamorándote de mí. No es mi deseo ni mucho menos lo que busco al estar contigo. Tengo esposo e hijo, estoy segura de tener mi vida resuelta. De la tuya y de tu Grace, debes ocuparte tú solo de seguir disfrutándola o arruinarla por completo, pero a mí no me impliques. Lo que sí puedes hacer es seguir pensando en mí y deseando obtener más de mí. ¡Claro... si te portas bien! —Camilo no parece haber escuchado lo que acabo de contarle, pues no muestra sorpresa o enfado y por el contrario sigue su mente recordando los momentos de esa fiesta.
—Al dar ustedes una vuelta, bastante lenta por cierto, noté en los ojos de ese hombre la intensidad propia que surge al observar a una persona que te atrae o te inquieta, y ver en los tuyos una respuesta similar, en la caída un poco tímida pero reveladora de sus párpados, y en la sonrisa que a escondidas de miradas curiosas, intenta disimular el mutuo agrado. ¡Eras tú el foco de atención de los suyos! Y en los tuyos, a pesar de haber tanta gente en movimiento bailando a tu alrededor, solo existía para tus ojos azules, la simetría angular de su rostro enmarcado, y tu mirada se centraba exclusivamente en el movimiento de sus labios, como si estuvieras hechizada por ellos, y en trance debido a su seductora elocuencia.
—Le expuse mi punto de vista, me ofrecí como cebo al prohibirle acostarse con ninguna otra mujer y eso, cielo, incluía a K-Mena.
— ¡Ajá! Supongo que lo lograste muy fácilmente. ¿O no?
—Lo que pueda suceder entre los dos, –le afirmé con convicción– pasará solo si así lo decido yo y no por tus dudas ni tus deseos hacia mí. Tampoco creas que me atraes en exceso por tu físico y lo atractivo que eres. No me derrito estando a tu lado ni estoy obsesionada anhelando que me «tires los perros». Tampoco espero que te enamores de mí. Con seguridad, no serás el último hombre con el que me acueste, pero quizás te ganes el premio de ser el primero con el que engañe a mi marido. Puedo ofrecerte algo adicional como regalo de cumpleaños, para despejar el misterio de saber si en verdad eres tan bueno en la cama como dicen los demás, pero a cambio quiero que dejes de meter ese pipí tuyo en cualquier agujero. Te
permite que lo hagas con tu novia, ya que yo seguiré teniendo relaciones con mi esposo, pero no nos involucraremos con otras personas. Si cumples con lo acordado, me tendrás solo para ti como deseas. Si fallas, nunca me tendrás.
Llegamos justo a la esquina del Viejo Holandés y Mariana se distancia de mí, dejándome con un profundo dolor en el pecho, con la incertidumbre de lo que le respondió. Pero por la información que tengo y que ella misma confirma, el Don Juan de la cuadra aceptó sin objeciones.
—Aquí tienes tu café. —me dice Mariana, entregándome una taza humeante, sacándome de mis pensamientos. ¡Negro y con dos cucharadas de azúcar como te gusta!
Luego saca una cajetilla blanca de su bolso y enciende uno de sus cigarrillos. Yo enciendo uno de los míos y acerco la llama de mi encendedor al suyo. Antes de prender el mío, doy un sorbo a mi café con precaución para no quemarme la lengua y después enciendo mi cigarrillo.
—Aceptó tu propuesta. ¡Permanecer fiel a una mujer infiel! —le comento con ironía a Mariana.
—No de inmediato. —responde y avanzamos por la calle hacia el hotel, ya que algunos clientes aún se encuentran en la única mesa disponible y no queremos que nadie más escuche nuestra conversación.
—Permaneció en silencio y aprovechó que alguien apagó las luces de la sala para acercar su pene erecto todo lo posible a mi vientre, y cuando creyó que estábamos fuera del alcance de la vista de los demás, sus manos rápidamente se posaron en mis glúteos; fue una acción arriesgada y rápida, pero logró apretar con firmeza. También sucumbió a la tentación de jugar con su lengua en mi oreja izquierda, e incluso logró introducirla un poco hasta que giré mi cuello hacia el otro lado. ¡Sentí un escalofrío y no pude evitar soltar un breve gemido! —Miro a Camilo, preocupada por su reacción. Obviamente está molesto y confundido. Su pulso acelerado lo delata y derrama un poco de café en el suelo. Se ha quemado el costado de su mano pero lo que más le duele es su corazón, atravesado por la brutal sinceridad de mis palabras.
—A mitad de la canción, sintiendo su erección presionando contra mis glúteos, me giró y quedamos frente a frente, con su rostro con rastros de sudor y sus ojos muy abiertos y brillantes como faros. Me sedujeron tanto que no noté el momento en que sus brazos acortaron la distancia entre nosotros y sus manos se aferraban a mi cintura, mis dedos se entrelazaron en su nuca y arriba, con nuestras bocas, ambos nos sonreíamos. Abajo, permitía que su pene rozara mi zona íntima.
—Nerviosa te busqué con la mirada, pero afortunadamente estabas de espaldas bailando con Elizabeth. Al terminar la canción, se acercó tanto a mí que logró ocultar a todos, –incluido tú– su atrevida acción de posar sus manos en mis pechos, apretándolos, palpando su firmeza e incluso levantándolos y acariciando suavemente con sus pulgares la zona circular de mis pezones excitados.
—Los vi tan cercanos, conversando de algo que los hacía tan felices a ustedes dos. Yo, apartado de la esposa a la que tanto amaba, porque se suponía que no era asunto mío lo que hacías, ya que esa mujer con la que hablabas, no era nadie para mí. Apoyando mi cuerpo en el borde de la pared que daba al comedor, intentaba convencerme de que eran solo imaginaciones mías y que simplemente actuabas "amigablemente" para no levantar sospechas. Pero pronto mi sangre hervía al ver cómo aquel seductor inclinaba su rostro valientemente hacia el tuyo y lo apoyaba sobre tu piel maquillada de verde, ¡y tú... lo permitías!
—Desde allí parecía que estabas extasiada, elevada entre sus brazos en la cima de una montaña de... ¿gran interés? ¡Y me molesté! Sin embargo, mis celos no se calmaron al finalizar la canción, ya que tu querido siete mujeres...
él no soltaba tu cintura, permaneciendo juntos en el centro de la sala muy próximos, mientras conversaban sobre temas desconocidos, entrelazando sus miradas con cierta complicidad, para luego separarse manteniendo la mutua sonrisa en sus labios.
—El acelerado latir de mi corazón hizo que en mi mente surgiera la idea de una conexión más profunda entre ustedes, considerando la alta probabilidad de que tu nombre y apellido estuvieran entre sus conquistas. Decidí no seguir observándolos, comprometiéndome a mantener la calma para discutirlo más tarde en nuestro hogar.
—Así es. Recuerdo claramente cómo se acercó a mis labios en medio de todos allí presentes, y sentí que el tiempo se detenía. Justo antes de que la música cesara, pude apartarme a tiempo y buscar disimuladamente tu mirada, pero ya no estabas. En cambio, me encontré con Eduardo sonriendo lascivamente y Fadia complicemente haciéndome señas con el dedo índice, indicándome que no me preocupara porque ya estabas fuera de la casa. Me retiré al baño auxiliar, pasando por K-Mena y dejando en sus manos mi vistoso sombrero. Allí, me refresqué el rostro abanicándome con las manos, y me recriminé mentalmente por lo sucedido. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué sugerí eso? Me sentía molesta conmigo misma, aunque debo admitir que físicamente lo disfruté. Al salir del baño y girar hacia la salida, te vi buscándome y suspiré aliviada al pensar que no te habías percatado de nada.
—Cuando todo parecía ir a mi favor, me inquieté al ver a Elizabeth acercándose hacia ti, lo que me preocupó. Me interpuso y la llevé al comedor bajo el pretexto de servirnos otro cóctel. Me habló sobre lo que había presenciado y me advirtió nuevamente sobre Nacho. Tranquilicé sus temores asegurándole que tenía todo bajo control y que sabía cómo apagar el fuego antes de que prendiera con él.
—Junto a Sergio, el novio de tu amiga Carmen Helena, acompañamos al ingeniero hasta el fondo de la casa. Mientras él y yo fumábamos en el patio, vi cómo hablabas con Elizabeth, quien lucía la Pashmina de Cachemira que le regalé al ser mi amiga secreta. Al terminar de fumar afuera, observamos con claridad cómo la luz de una ventana en el segundo piso se encendía y entre los velos se vislumbraban dos figuras, una más alta que la otra. Pero la más baja llevaba un sombrero. Se abrazaron, parecían besarse y la sombra con sombrero aparentemente se arrodilló ante la más alta. ¡Ya habías estado con él! ¿No es así?
—¡No! Te he contado la verdad. No era yo, estaba con tu asistente. Cambiamos de tema porque me interesaba saber con quién ella hablaba tanto antes de bailar contigo. Descubrí que era su primo, amigo cercano de uno de los hijos del principal accionista de la constructora, quien gestionaba la venta de un edificio exclusivo en Cartagena de Indias. Esto me brindó una luz de esperanza inesperada, como un fósforo encendido en la oscuridad, que me permitió idear mi escape de esa situación.
—Haría todo lo posible para impulsarlo hacia el éxito que anhelaba, incluso sacrificando mi cuerpo. Sin embargo, estaba segura de que al lograrlo, lo alejaría de nosotros por un tiempo prolongado, mientras planeaba convencerte de emprender nuevos caminos juntos, desapareciendo con nuestro hijo, libres y fieles el uno al otro una vez más.
—Lamento causarte sufrimiento al revelarte todo esto, pero estaba decidida a salir de esa situación sin perjudicarte. Para lograrlo, tuve que involucrarme aún más, inclinándome ante él y ofreciendo mi cuerpo, al tiempo que encontraba la manera de alcanzar mi libertad. ¡Ya tenía la llave en mis manos!
Otros relatos que te gustará leer