Alicia y yo somos compañeros con beneficios, también conocidos como amantes. No de forma regular: es habitual encontrarnos, tomar un café, compartir nuestras experiencias de los últimos días o semanas - rara vez pasamos un mes sin encontrarnos - y después de un par de horas, cada uno sigue su camino. Pero en otras ocasiones, salimos a cenar y a tomar unas copas y esto casi siempre termina en la intimidad ... ya sea en la cama, en la cocina, en el baño, o donde sea que estemos. También, de vez en cuando, nos escabullimos durante un fin de semana y aquí el plan es variable: podemos pasar el día disfrutando de paisajes y monumentos y por la noche disfrutar de momentos apasionados; o decidimos quedarnos en la habitación, colocar el letrero de "no molestar" y dedicar el fin de semana a entregarnos apasionadamente en un plan continuo. Todo esto, sin compromisos ni complicaciones: fuera de nuestros encuentros, cada uno lleva su vida con quien desee y lo que "nos apetece" a veces nos lo contamos y a veces no. No hay reglas, más allá del mutuo respeto.
En una de estas ocasiones, estábamos teniendo intimidad en su casa cuando Alicia me soltó una inesperada propuesta...
- Oye, Manu... ¿recuerdas a Marisa?
Por supuesto que recordaba a Marisa: una mujer mayor, rondando los cincuenta y tantos años - nosotros éramos cuarentones juveniles - que trabajaba como asistente, no recuerdo si en un despacho de abogados o en una gestoría. De vez en cuando salía con nuestro grupo de amigos - Alicia, tres o cuatro amigos y amigas más y yo - pero no era muy frecuente, ya que era bastante reservada y si surgía algún tema sexual, aunque fuera de forma tangencial, se mostraba visiblemente incómoda. En general, era una persona gris y sin brillo, y si alguien me preguntara por qué formaba parte - aunque sea de vez en cuando - de nuestro círculo social, no sabría qué responder: a veces las cosas simplemente suceden así, sin más, y nunca llegas a entender por qué.
- Sí ¿qué sucede con Marisa? -respondí.
- Ayer estuve hablando con ella por teléfono y me dio mucha lástima. Está muy sola, apenas tiene otra compañía que nosotros... cuando la llamamos.
- Cuando la llamas tú, vamos... -comenté.
- Está bien, cuando la llamo yo. Ha llevado una vida bastante complicada: está atrapada por las creencias radicales que le inculcaron sus padres y, además, su única... ¡su única!... experiencia sexual fue con un hombre bruto que prácticamente la violó cuando ella tenía dieciséis años. Fue un desvirgamiento extremadamente traumático. Está destrozada, en este sentido... y, por supuesto, en muchos otros.
- Qué triste. ¿Y qué propones?
- Estaba pensando... Manu, cariño... ¿por qué no intentas conquistarla?
- ¿¿¿Qué??? -exclamé sorprendido, quedándome sentado en la cama- ¿Te has vuelto loca?
- No, espera y escúchame. Tranquilízate y presta atención: Marisa necesita mucho más que una relación sexual; si se tratara sólo de eso, podríamos contratar a un acompañante atractivo y que se encargara, pero no se trata de eso, se trata de introducirla poco a poco, con mucha delicadeza, en el mundo de la intimidad hasta que sea... ¿Cómo puedo decirlo? Autosuficiente.
- Si no fuera porque veo que apenas has bebido, pensaría que estás completamente ebria. ¿Cómo se te ocurre? ¡Menudo lío! Incluso para un acompañante muy guapo, sería extremadamente complicado: lograr que ella comparta la intimidad con alguien sería un logro digno de aparecer en los titulares. Está completamente cerrada a la idea del sexo y tan solo pensar en ello la paraliza por completo; e incluso si por alguna casualidad se lograra algo (y no me refiero a la cama, sino ni siquiera a un simple beso o caricia en el pecho), al minuto siguiente estaría llorando llena de culpa con lágrimas capaces de llenar una piscina en diez minutos. De ninguna manera. Ni lo pienses.
- Por eso te comentaba antes que no es cuestión de presionarla para...
de escort, sino de un caballero refinado, inteligente, amable, comprensivo, paciente, atractivo… Y ese caballero eres tú.
- No me halagues. No soy un entrenador sexual, y menos con esa mujer.
- No te estoy halagando, tú tienes esas cualidades y precisamente eso es lo que se necesita. Además, le gustas. He visto cómo te mira y no es la misma mirada que dirige a Luis o a Paco. A ti te coquetea.
- ¿Cómo dices?
- Sí, créeme. Esos detalles no se le escapan a una mujer cuando otra está interesada en su amigo. Vamos, cariño, dime que sí.
Alicia me conoce muy bien, incluyendo mis puntos débiles, así que comenzó a acariciarme el miembro. Sabe que, cuando lo hace, mi fuerza de voluntad se desvanece por completo; añadió un dedo jugueteando con el vello de mi pecho y una lengua y unos dientes estimulando mis pezones y mi rendición fue total.
- Está bien, de acuerdo. Lo intentaré ¿Cómo lo hacemos?
- Ya está hecho. Resulta que una de las cosas que me dijo es que su ordenador está fallando; yo le dije que tú entiendes de estas cosas y le di su número para que te llamara. Lo hará mañana y así de manera natural podrán quedar en su casa.
- Eres una manipuladora. No tienes vergüenza.
- ¿Verdad que sí, cariño? -susurró con voz irónicamente compasiva- Espera, déjame manipularte un poco más.
Se llevó mi miembro a su boca y ahí terminaron mis protestas y objeciones.
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Es obvio que le expuse a Alicia cuatro mil precauciones y diez mil exenciones de responsabilidad ante posibles incidentes, además de la advertencia final de que si las cosas se complicaban, me retiraría sin más y no se volvería a hablar del asunto. Alicia aceptó, pero con una expresión facial tan dudosa que imaginé que tenía los dedos cruzados, ya fuera en la realidad o virtualmente.
Al día siguiente, efectivamente, me llamó Marisa, y pasó diez minutos -literales- describiendo todos los problemas y desastres ocurridos con su ordenador, así que, sobre todo para que no continuara molestando, acordamos encontrarnos esa misma tarde. Dudé sobre qué vestir: por un lado, a muchas mujeres les gusta mucho la corbata -prefieren desanudarlas a abrir una bragueta- pero, por otro lado, me convenía una vestimenta sencilla, así que, aprovechando que era julio y adecuado, elegí una camisa blanca de algodón ligero y unos pantalones de lino color crema, unos zapatos náuticos sin calcetines y unos calzoncillos claros (la ropa interior traslúcida luce mal en los hombres). Dado que los pantalones me quedaban bien, no necesitaría cinturón al llevar la camisa por fuera: una incomodidad menos. Así que metí algunos utensilios en la mochila y fui a casa de Marisa.
La primera impresión no podría haber sido peor. Ella llevaba una falda que ya había pasado sus mejores días, porque sería imposible que antes fuera mejor; llevaba un suéter de lana fina (¡en julio!) abrochado por delante y debajo un sostén (vi el tirante por la abertura de la prenda) y unas chanclas realmente incómodas. Lo único que parecía arreglado era su cabello, seguramente había ido a la peluquería: era naturalmente morena -aunque teñía las canas-, con un peinado de media melena que, en otra mujer, habría sido probablemente bonito. El mobiliario de la casa era como ella, común y anticuado, aunque todo estaba limpio y ordenado, menos mal.
Me recibió con amabilidad y una sonrisa, nos saludamos con dos besos teóricos en la mejilla, o más bien, con dos roces ligeros en las mejillas. Mientras me llevaba al comedor, que también cumplía la función de sala de estar y de estudio, la observaba. Tenía una estatura media para una mujer de su edad y generación, no debía medir más de 1,60 y tenía algo de sobrepeso, una obesidad incipiente empezaba a asomarse en su abdomen y en su trasero; nada exagerado todavía, algo que una vestimenta adecuada podría disimular.pero efectivo y evidente. Delante, se presentaba un busto algo voluptuoso, pero intuí que sin el sostén aquello sería el "monumento a los derrotados".
Finalmente, me acerqué al ordenador y desarmé la caja. Aunque no soy experto en informática, he trabajado con computadoras desde mi época escolar; de joven, llegué a ganar algo de dinero ensamblando computadoras clónicas para una tienda un tanto pirata y tengo conocimientos, en algunos casos amplios, de programación. La visión del interior de su PC era aterradora. Aquello era el reino del polvo y todo era extremadamente antiguo; esa computadora debía tener quince años de antigüedad y no me sorprendería que fueran veinte o incluso veinticinco; que hubiera seguido funcionando hasta la semana pasada desafiaba la lógica. No presentaba ninguna falla extremadamente grave a simple vista: la fuente de alimentación se había quemado, un componente económico que se cambia rápidamente... Pero quién sabe qué más sucedería si se cambiaba la alimentación y la computadora se encendía o se intentaba encender.
La miré con expresión de médico que indica "hemos hecho todo lo posible, pero ha fallecido". Nos sentamos en el sofá y me coloqué lo más cerca posible de ella, de manera que nuestras caderas se rozaran. Allí, sobre la mesita, le hice un dibujo en una hoja del bloc explicándole de manera esquemática la función de esa unidad dañada y cómo estaba organizado el resto, procurando mantener mi rostro cerca del suyo... en la medida de lo posible.
- En resumen, creo que te resultará más conveniente adquirir otro ordenador. Por un precio bastante accesible, puedes comprar un laptop de gama baja que, a pesar de ser de baja gama, superará con creces la potencia de ese trasto y, además, apenas notarás la diferencia, se puede guardar en cualquier lugar. Digamos, dependiendo de si hay promociones o no, alrededor de trescientos o cuatrocientos euros.
- Bueno, no es precisamente una suma pequeña de dinero
- Claro, hablo en términos relativos. Cuatrocientos euros por un ordenador es una suma razonable. Si no estás en condiciones de gastar esa cantidad, puedes pagarlo en cuotas: tienes un trabajo estable y no habría dificultad ni para que te otorguen el crédito ni, creo, para pagarlo.
Ella se recostó en el sofá como víctima de una silenciosa desolación. Mi "radar de empatía" emitió una señal; tomé su mano, la acaricié con ternura y la reconforté:
- Escucha, no te sientas así. Si enfrentas alguna otra dificultad, los miembros del grupo podemos apoyarte. Incluso yo misma: esa es una nimiedad, si lo deseas, puedo prestarte ese dinero.
- No, no se trata del dinero. No es el momento más apropiado para mí, pero aunque no venga en el momento oportuno, lo tengo, no es por eso.
- ¿Entonces?
- Simplemente tengo una vida lamentable, todo me sale mal. Y ha sido así desde siempre. Aquí me tienes: soltera, sola, sin hijos, obviamente... ¿Puedes creer que nunca he salido con un hombre?
- ¿Nunca? ¿Nunca has tenido relaciones?
- Solo una vez y fue un desastre más allá de lo que puedas imaginar. Un conocido que tenía, una noche de verano, insistió en querer tener relaciones y al principio me negué. Insistió mucho y yo tenía mucho miedo de que me abandonara, así que acepté que me tocara un poco mientras yo lo estimulaba. Me dio mucho asco, pero no quería perderlo, temía por mi autoestima. Entonces nos metimos en un sótano, nos tumbamos sobre unos sacos, él empezó a tocarme... los pechos... y sacó su miembro. Comencé a tocarlo... ¡Dios, qué repugnante! Además, olía mal. Pero no se detuvo ahí: me bajó la ropa interior y comenzó a tocarme. Le dije que ahí no, pero él se abalanzó sobre mí y me penetró con violencia. Me causó un dolor terrible.
- Vaya -susurré sinceramente apenado-. Una violación en toda regla. ¿Y qué sucedió después?
- Después de eso, el sujeto se levantó, guardó su miembro, subió la cremallera y se marchó. Ni siquiera se despidió. Y si nos vemos, ni me saluda. Nunca lo volví a ver.
- ¿Y tú qué hiciste?
-se recomponía, regresaba a casa, se duchaba y guardaba silencio. No encontraba qué decir. Sus padres eran complicados. Además, la situación era injusta para ella.
- Pero... ¿no solicitó ayuda en ese momento? ¿No acudió a un doctor o a un terapeuta, algo así?
- Manu, hablo de hace cuarenta años, las circunstancias eran distintas. Mi única suerte fue que él mantuvo silencio, no reveló nada, algo raro en él, ya que solía presumir de sus logros. Si mencionó algo a alguien fue manejado con discreción, porque en aquel pueblo, nadie comentó nada: ni gestos, ni insinuaciones, ni comentarios... nada.
Le rodeé el hombro con afecto. Ella pareció estremecerse levemente, pero no se resistió. Guardé silencio y simplemente la acaricié en el brazo.
- ¿Y desde entonces no has tenido relaciones con ningún hombre? ¿Ninguno?
- Ninguno.
- ¿Nunca te ha atraído alguno, con quien pudieras intentar recomponer las cosas?
- Tal vez sí, pero al recordar esa noche en el sótano... No, siempre descarté esa posibilidad.
- Marisa, eso no es lo normal. No todos los hombres son como ese individuo, ni siquiera la mayoría. Ahora mismo, si miraras por la ventana, estadísticamente hablando, habría uno o dos hombres entre los que pasan que podrían hacerte feliz, aunque sea temporalmente en una relación fugaz.
- No puedo ni siquiera imaginarlo. Siempre que pienso en ello, me viene a la mente lo de aquella noche en el sótano. ¡Jamás he visto a un hombre desnudo! ¡Ni siquiera a ese desgraciado!
- Bueno, eso tiene solución -me atreví a ofrecer.
- ¿Qué estás sugiriendo?
- Voy a desnudarme ahora mismo para que veas a un hombre desnudo.
- ¡Ni se te ocurra! Si lo haces, te pido que te vayas.
- Entonces, hagamos esto. Me quitaré la ropa y me sentaré a tu lado. Nada más. Seguiremos hablando tranquilamente, sobre lo que quieras, tecnología, cine, tu trabajo, el mío, lo que sea. Cuando llegue el momento de irme, me vestiré y me marcharé. Sin más. Ni siquiera te tocaré.
- Por favor, no lo hagas.
- Escucha -me puse de pie- estás moralmente cargada, afectada por una educación severa y una experiencia traumática, pero todo eso fue hace mucho tiempo. Necesitas recuperarte. Claro que lanzarte a tener relaciones de forma precipitada no es la solución, hay que ir paso a paso, pero debes volver a la normalidad, no puedes vivir ajena a todo.
- ¿Y qué dirá Alicia?
- Alicia no dirá nada -empecé a desabrocharme la camisa- porque no somos formalmente pareja; más allá de nuestra amistad y encuentros casuales, somos libres.
Me quité la camisa mientras ella me observaba incrédula. Luego, me descalcé y me deshice de los pantalones. Cuando estaba a punto de quitarme los calzoncillos, ella reaccionó con un leve grito:
- ¡Por favor, no lo hagas! -y se tapó la cara con las manos.
Finalmente me quité los calzoncillos y me quedé desnudo. Por suerte, ella no era atractiva y la situación no era para nada excitante, así que mi miembro permaneció en reposo. Si se hubiera puesto rígido, habría sido un problema. Luego, tal como le había prometido, me senté a su lado, con mi cuerpo pegado al suyo.
- ¿Ves? Nada malo está sucediendo. Soy la misma persona que hace un momento. Sí, estoy desnudo. ¿Y qué? ¡No te contengas! No hay problema en mirar: si no quisieras verme desnudo, no me habría desnudado. ¡Observa y disfruta! Relájate, permiteos disfrutar. Mira lo que quieras, el tiempo que desees.
Poco a poco
Alzó el rostro, observó el mío con expresión catatónica; luego sus ojos descendieron hacia mis pectorales, mi vientre y, al acercarse a mi pubis, giró bruscamente la cabeza.
- Marisa -le hablé con la mayor dulzura que pude reunir- debajo de mi ombligo aún está Manu, aún hay un hombre. No te detengas, observa todo. Y una vez lo hayas hecho, me pondré de pie para que me veas de espaldas. Es importante que no te avergüences, que no te cortes. Para mí es natural: si tú te desnudaras, yo te miraría sin dudarlo.
- ¡Eso no ocurrirá!
- No te lo estoy pidiendo. Solo estaba haciendo una comparación. Yo simplemente estaré aquí y tú me irás observando. Con tranquilidad, sin fingir, con interés, si es que lo sientes, con detenimiento. Disfruta, las chicas dicen que no estoy mal, que tengo una apariencia agradable...
- Sí, sí es cierto...
- Entonces, adelante...
Permanecimos... quizás diez o quince minutos en silencio, mientras ella exploraba mi cuerpo con la mirada, cada vez más confiada. Había cambiado de posición para observarme mejor: la situación parecía ir por buen camino. Pasado ese tiempo, me di la vuelta para que ella pudiera verme de espaldas; lo hice arrodillándome en el sofá, frente al respaldo y procurando que mi trasero quedara a una distancia prudente de su rostro. Traté de respirar profundamente: el movimiento de la respiración resulta excitante -a mí me encanta observar el vaivén del vientre de una mujer al respirar- y confiaba en aumentar su interés de esa manera.
De repente, algo ocurrió que yo no hubiera esperado en esas circunstancias: sentí cómo su mano acariciaba mi espalda hasta llegar a tocar los primeros centímetros de mi trasero y... ¡mi pene se puso erecto como un mástil! Ella lo percibió y reaccionó de forma histérica.
- ¡Ya lo sabía! ¡Todos sois iguales!
- Marisa, esas situaciones no se pueden controlar, suceden y... ya está.
- ¡Cállate y lárgate! ¡Vete! ¡Vístete y lárgate!
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Llamé por teléfono a Alicia para relatarle la batalla y el desenlace final.
- ¡Casi lo logras! Qué lástima...
- Bueno, lograr, no sé si logré algo...
- Casi nada: primero te quedas desnudo frente a ella y no te echa a escobazos de su casa. Y luego... ¡logras que te toque el trasero!
- Bueno, tampoco diría que me tocó... Creo que simplemente se excedió. En fin, aquí se acaba todo porque esa mujer probablemente ya no querrá verme ni en pintura.
- Entiendo. Oye, pillín, cuéntame: ¿qué encantos secretos tiene la dama para lograr ponerte erecto con un simple roce? -y soltó una carcajada estruendosa.
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Tanto Alicia como yo dimos por finalizado el intento de devolver a Marisa -si alguna vez estuvo- a su normalidad sexual. Pero estábamos equivocados.
Continuará en:
“Pigmalión para Marisa (segunda parte): primaria”
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