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Gran cantidad de miradas desde los techos


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-¿Qué opinas? -inquirió Jack con alegría al abrir la puerta.

Era la primera ocasión en la que me convidaba a su hogar para almorzar. Llevaba un tiempo comentándome sobre un diminuto tesoro que había descubierto en su nueva morada y quería mostrármelo. Al llegar, aquel vetusto apartamento no me dio la impresión de albergar riquezas y, mientras él finalizaba la comida, observaba de reojo por los rincones tratando de descubrir de qué se trataba. Concluyó la preparación y procedimos a servirnos los platos, los cubiertos, la comida y una nevera con bebidas para luego salir nuevamente hacia las escaleras de la comunidad con el propósito de ascender hasta el último piso. Allí se encontraba una puerta de lámina y vidrios rotos, claramente mal ajustada, de esas que requieren un truco para abrirlas. Se batió en duelo con la llave, la empujó mientras la levantaba y efectuaba extrañas maniobras, ya bien aprendidas, ¡et voilà! Finalmente apareció ese tesoro del que tanto había mencionado.

-¡Impresionante! -exclamé riendo, con cierto sarcasmo, pero complacida con "su tesoro".

Rodeada de edificaciones cuatro o cinco plantas más elevadas, la azotea de Jack se encontraba oculta entre cemento, pero ofrecía unas vistas magníficas a toda la costa de la urbe. Había acondicionado allí su modesta chabola con unas telas antiguas, un sofá desvencijado del que preferí no indagar su procedencia y una mesita baja. Escudriñé el entorno con la mirada, asentí con aprobación y me pasó una cerveza. Para muchos aquello podría parecer un desatino, pero para dos individuos modestos como nosotros era un auténtico tesoro. Brindamos con nuestras latas sin marca como si fueran un gran reserva y nos dispusimos a devorar la comida como lobos hambrientos.

Después de saciarnos, nos dejamos caer en el sofá, satisfechos y listos para una prolongada digestión en ese diminuto y endeble paraíso. Tomando la confianza que creía tener, desabroché mi pantalón vaquero y me remangué la camiseta, dejando al descubierto un poco de mi vientre. Mi anfitrión, al ver lo dispuesta que estaba, desabrochó su cinturón y siguió mi ejemplo.

Desde las altas ventanas de sus vecinos, que nos observaban como atentos centinelas, se escuchaba el trajín de lavar los platos, de las familias mirando la televisión en la sobremesa y de algunos rezagados que regresaban a casa en ese momento y aún estaban poniendo la mesa. El sol y el calor del verano cercano apretaban con fuerza, pero las telas de la rudimentaria chabola y la brisa marina, que llegaba de vez en cuando para dejar su aroma y regular la temperatura, convertían ese modesto rincón en uno de los mejores lugares para estar en esas horas.

Nos fuimos dejando caer y el sopor de la digestión empezó a surtir efecto. Casi dormida, me deslicé por el respaldo del sofá hasta que el cuerpo de Jack me detuvo. Al sentir mi peso caer, ya en un duelo con Morfeo, él se reubicó y me rodeó con su brazo para evitar que quedara aplastada entre mi cuerpo y el sofá. No sé si de forma intencionada o no, con esa mano que reposaba sobre mi costado desnudo comenzó a provocar unas agradables cosquillas a las que respondí con suaves caricias en su abdomen. En un estado de letargo ambos, el suave balanceo de nuestras manos se intensificó y emprendieron trayectos más largos: la suya exploró mi cadera, la mía se aventuró bajo su camiseta, con trayectos cada vez más extensos, alcanzando su pecho en una dirección y llegando hasta su pantalón desabrochado en la otra.

Hacía varios minutos que había dejado atrás el sopor y los recorridos de mi mano ahora eran plenamente conscientes tras los descubrimientos que guardaba el pantalón. Una risita breve, pero significativa, y unos dedos cada vez más juguetones confirmaron que no era la única que estaba despierta. Ya era hora de finalizar los viajes por hoy. Posé mi mano sobre su abultado bulto y acaricié con detenimiento, sin revelar aún su contenido.

Su mano reaccionó deslizándose de manera firme desde mi cadera, recorriendo mi abdomen, como si galoparan salvajes caballos en mi interior, buscando el acceso a mi camiseta, hasta llegar al sujetador.

Tomé su miembro, él cogió uno de mis pechos. Bajé sus calzoncillos y ante mí apareció su miembro grande y completamente erecto. En ese momento, un temor me invadió, ya que las ventanas parecían cientos de ojos fijos en nosotros. Miré arriba y abajo, de un lado a otro. Se escuchaban los mismos ruidos de familias cenando y viendo la televisión. A esas horas, no hay nadie asomando por las ventanas. Eso pensé o quería creer, no importa, ya estaba decidida. Me introduje su miembro en la boca, mi corazón latía a mil por hora; no tardó en sincronizarse con el flujo sanguíneo de las venas de su miembro. Era momento de disfrutar del postre.

Me enderecé y puse toda mi atención en esa felación. Parecía que su miembro seguía creciendo y endureciéndose aún más, y su tamaño empezaba a intimidarme. Me aparté, lo sujeté con una mano mientras tomaba aire y observaba. ¡Me encanta, maldita sea!

En ese instante, Jack aprovechó mi distracción para lanzarse sobre mí, haciéndome caer de nuevo en el sofá, devorándome la boca con la misma pasión con la que nos besamos minutos antes. Estaba tan concentrada en ese beso que no me di cuenta de sus intenciones y, cuando sus dedos se deslizaron por mis bragas, solté un gemido que seguramente se escuchó en toda la manzana. Los sonidos de las ventanas parecieron desvanecerse. Ambos nos detuvimos y miramos alrededor en busca de alguien que nos hubiera oído; pero él, aunque con suavidad, no dejaba de estimular mi clítoris con movimientos circulares.

No pude aguantar más de tres segundos, ¡suficiente! Respondí de la misma manera y me lancé sobre él. Quedó recostado al otro lado y yo, a cuatro patas sobre el sofá, volví por mi postre. Jack jadeaba conteniendo sus gemidos, sin dejar de vigilar las ventanas de vez en cuando. Mientras yo seguía concentrada en la felación, él extendió el brazo hasta mi trasero, bajó mis pantalones y, con esfuerzo, llegó como pudo hasta mi vulva. Tenía dudas, sentía vergüenza. Muchos ojos a nuestro alrededor, pero ya no podía resistir más. Con un rápido movimiento, retiré mi ropa interior y pantalones, hice una breve comprobación de mi humedad y, al ver que estaba mojada, no dudé más.

Salivé en mi mano, tomé su miembro, exploré el camino y, ¡ufff!, la gravedad hizo el resto. Experimenté una descarga eléctrica que recorrió todo mi cuerpo confirmando que su miembro estaba totalmente adentro. En ese instante, me costaba moverme, abrumada por el placer; ni siquiera podía abrir bien los ojos. Jack parecía decidido a ayudarme: introdujo sus manos debajo de mi camiseta (que por precaución no me quité) y, abriendo sus manos, me guió para marcar el ritmo. Poco a poco, sin soltarme, empecé a retomar el control de la situación. Nos mordimos la lengua intentando sofocar nuestros gemidos, pero el sonido húmedo de mi vulva y el choque de mi trasero contra sus muslos nos delataban. Me importaba poco y, ya que había encontrado el ritmo, no pensaba contenerme ahora.

Mantuve la camiseta por precaución, pensé, pero él podría quitársela. Y así lo hice. La arrebaté con fuerza, observando al instante cada detalle de su pecho, agarrando sus desnudos hombros mientras continuaba moviéndome sobre él. Después consideré que, aunque debía conservar la camiseta, el sujetador también podía desaparecer. Al hacerlo, sus manos se volvieron locas acariciando mis pechos mientras elevaba su cintura, empujándola en mi boca.

Las voces de precaución en nuestras mentes tenían cada vez menos influencia. No contento con acariciarme, decidió subirme la camiseta, aquella que insistía en conservar como protección, y devoró mis senos con la misma pasión con la que anteriormente había disfrutado de su miembro, sosteniéndolos con sus manos como si fueran dos preciados frutos. Aprovechamos para tomar aire, disminuimos el ritmo y nos miramos a los ojos. La lujuria se había apoderado de

Nuestras caras se contorsionaron, nuestras expresiones se retorcieron y sudábamos abundantemente. Aún lucía magnífico.

De repente, me lancé de nuevo sin previo aviso. Él cerró los ojos, disfrutando, y sus manos se descontrolaron sobre mi cuerpo. Un pequeño gemido se escapó nuevamente, provocando que mi compañero abriera los ojos y, con una sutil sonrisa, me pidiera que tuviera precaución. Realmente intentaba contenerme, de verdad que lo intentaba. Apretaba los dientes y cerraba la boca, luchaba contra mi instinto, pero era inútil. Un grito de placer, un grito genuino, salió de mi garganta y, enseguida, escuchamos el sonido de una persiana que se abría.

Me pegué a su cuerpo, buscando refugio contra el respaldo del sofá como si fuéramos atacados por el enemigo. Observamos por las ventanas, tratando de identificar al curioso que acechaba. Nuestros corazones iban a mil. ¡Seguramente nos habían descubierto! No se escuchaba la televisión ni el ruido de cubiertos en la mesa. Había un silencio abrumador.

Pero también había un exceso de lujuria.

Permanecimos escondidos tras la barrera, conscientes de que si alguien nos espiaba, podría vernos de todas formas, pero no dejábamos de besarnos, de acariciarnos, de estimularnos mutuamente. Acostados los dos, él detrás de mí, levanté una pierna, tomé su miembro sin mirar y le mostré el camino. No tardó en tomar ritmo y nuestras preocupaciones se desvanecieron una vez más. Me entregué, me permití disfrutar y ser disfrutada. Ahogué mis gemidos, pero no pude contener la boca ni ocultar mi respiración agitada que me delataba. Una de sus manos, que no soltaron mis senos a pesar del cambio de posición, se encargó de sostener mi pierna en alto y ese fue el indicio. Sus embestidas se hicieron más intensas, más profundas. Privada de toda conciencia, me sumergí en el placer que experimentaba y mi mente se desvaneció de aquel lugar. Fueron solo unos instantes en los que no percibía ni escuchaba nada, en los que no sabría decir si contuve mis gemidos o grité como una desquiciada. La explosión del orgasmo llegó y me dejó exhausta, mi cuerpo parecía pesar cien veces más, pero me sentía flotando. Fueron solo unos instantes, hasta que caí bruscamente al lugar del que había escapado, recordando todas las miradas que nos observaban. No sabía si había gritado o no, pero rápidamente llevé mi mano a mi boca para sofocar cualquier sonido que pudiera escapar.

En ese instante vi a mi compañero, ya con su miembro expuesto y masturbándose para acompañarme en el clímax. Me giré para enfrentarlo, pegados. Acerqué mi mano a su miembro, solicitando el relevo. Me lo entregó y, tras unos breves segundos agitándolo con fuerza, sentí en el vientre los chorros de semen caliente. Nos besamos apasionadamente, sin pronunciar una palabra y con los ojos brillantes de placer. Repentinamente, se escuchó el sonido de un televisor; luego otro y otro, y decenas de vecinos llevando a cabo sus rutinas, como si todos se hubieran encendido al mismo tiempo. Nos reímos y nos abrazamos, mientras las gotas de su miembro que aún no había soltado caían de mi mano.

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