Al aburrimiento veraniego se le sumaba un aumento de la temperatura, y por vez primera, no se relacionaba con el calentamiento global. Corea del Norte ensayaba un nuevo proyectil balístico intercontinental; las calles de Caracas estaban en llamas; a nivel nacional, surgía una preocupación sobre el tema catalán que no auguraba nada positivo, y lo que resultaba completamente inaceptable, el Madrid fichaba a Theo Hernández y a Ceballos mientras Neymar dejaba el Barça y llegaban Coutinho y Dembelé.
Julio lo dedicaba a planificar los preparativos para nuestra nueva existencia, y, ya sea por mis múltiples concesiones en ese sentido, o por el perturbador encuentro con María, nuestra relación íntima había alcanzado una intensidad de grado 10 en la escala sismológica de Richter. Ana siempre estaba de buen ánimo y dispuesta. Tomó vacaciones a la espera de su nuevo empleo, y yo finalizaba varios asuntos laborales antes de partir. Optamos por que Lucas y Sofía pasarán nuestra última semana en Madrid en un campamento de inglés en la sierra, más para tener tiempo de organizar los últimos detalles del traslado que para mejorar su destreza con el idioma de Shakespeare.
El sonido del agua corriendo en la ducha me despertó. Me giré y constaté que la parte derecha de la cama donde Ana solía descansar aún mantenía el calor de su presencia y un delicioso aroma, una combinación de fragancia afrutada y su olor fresco y natural. Sin perder tiempo, me levanté y me dirigí al baño. El sonido se hacía más fuerte, pero no solo era el ruido del agua golpeando la ducha. Permanecí observando tras la puerta entreabierta. ¡Vaya! La escena era impresionante. Aprovechando la intimidad que ofrecía el baño de nuestra habitación y al ser aún temprano para que los niños despertaran, Ana se masturbaba con fervor. Su silueta se percibía a través de la mampara, su cabello suelto y mojado, una mano enjabonando sus pechos y la otra sumergida en lo más profundo de su zona íntima, inclinando levemente su cuerpo y abriendo sus piernas, en una postura tan forzada como sensual. Sus gemidos anunciaban un clímax inminente y no quise perderme la ocasión. Me desnudé y entré en la ducha acariciando su espalda desde atrás, pero ella no pareció sorprendida ni se detuvo. Por el contrario, aceleró los movimientos sobre su clítoris y sus gemidos provocativos se volvieron tan estruendosos que temíamos ser descubiertos, por lo que le tapé la boca y mis manos tomaron el control, acariciando sus pechos y liberándola para que de inmediato se volviera hacia atrás en busca de mi erección que, en ese momento, ya estaba bastante firme. Recogí su cabello y tiré suavemente hacia atrás, mientras susurraba en su oído.
- Eres una traviesa, ¿verdad?
Ella sonrió por un instante como respuesta, pero de inmediato su expresión cambió, su rostro se contrajo, su cuerpo comenzó a retorcerse y cerró los ojos mientras experimentaba un orgasmo sin soltar mi miembro. Se giró, y una sonrisa relajada pero pícara iluminaba su rostro.
- Ahora te toca a ti.
Su afirmación sonó más como una advertencia que como una oferta, pero en mi estado de excitación no dudé ni un segundo en dejarla continuar con su juego. Su mirada siguió un recorrido descendente hasta llegar a su mano y lo que sujetaba en ella. Me lanzó una última mirada desde abajo y con una delicadeza angelical tomó mi miembro en su boca. Cerré los ojos pensando que no tardaría ni un minuto en llegar al clímax, pero los abrí al sentir sus manos en mis nalgas. La imagen de Ana practicándome sexo oral sin utilizar las manos, con una firmeza y determinaciónLa mente y el calor de su boca al tocar mi miembro eran lo más cercano al Edén que cualquier predicador haya descrito en los textos sagrados. Agarré su cabeza con fuerza porque sentía que no podía contenerme más, y empecé a temblar sin darme cuenta de que aún estaba dentro de su cavidad bucal. Ana abrió los ojos de par en par y se separó escupiendo semen en una imagen tan atrevida como morbosa.
- Dani, maldita sea, ya sabes que no me gusta eso.
- ¡Ufff! Perdona, se me fue. No me di ni cuenta.
Al verla sonreír mientras se limpiaba un rastro de semen que colgaba de su mentón, respiré aliviado y traté de justificarme.
- La responsabilidad es tuya por succionarla como una experta.
Ella rió por la ocurrencia y, a modo de respuesta, me apretó los testículos.
- ¿Y cómo sabes tú cómo lo hace una experta? Jajaja. Por listo, te toca despertar a los niños y preparar el desayuno.
Veinte minutos después, entró en la cocina y fue directo a besar a Sofía y a Lucas, que desayunaban adormilados, aún en pijama. Yo hacía malabarismos intentando preparar cuatro jugos de naranja, un café solo, un cola-cao, un bol de leche con cereales y cuatro tostadas, como en la primera jornada de Tom Cruise como barman en Cocktail. Ana mostró compasión.
- ¿Te echo una mano?
- No, no. No es necesario. Tengo todo bajo control. ¿Te preparo un café con leche?
Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de Ana.
- Solo. Leche ya he tenido suficiente por hoy.
Las cápsulas de Nespresso rodaron por el suelo y le lancé una mirada de alerta, dirigiendo la mirada hacia los niños, que seguían concentrados en lo suyo sin prestar atención a nuestra conversación.
Después de una eternidad para empacar las pertenencias de Lucas y Sofía como si se fueran a embarcar en La Trinidad de Fernando de Magallanes, Ana se los llevó al punto de encuentro con los monitores del campamento de verano de inglés, avisándome de que al regresar había quedado con María para ir al gimnasio, y como yo estaría en casa trabajando, no llegaría hasta la hora de comer. Solo el imaginarla con la princesa de hielo, ambas desnudas en la ducha, hizo que me excitara al instante, pero traté de apartar esa fantasía que sabía que solo me traería problemas, y me enfoqué en mi trabajo.
En esa época las reuniones por Zoom, Meet, Teams o Skype no estaban tan de moda, pero mis superiores, conocedores de mi situación y quizás incluso compadeciéndose de mí por la elección tomada, me permitieron hacer teletrabajo hasta mi nueva asignación, siempre y cuando mi presencia no fuera necesaria en la oficina. Así que, una vez recogido el desorden del desayuno, encendí mi portátil y resolví los asuntos pendientes. El inesperado timbre me interrumpió, y aunque no esperaba a nadie, agradecí poder postergar por un momento las tediosas labores laborales.
Abrí la puerta y me encontré con dos hombres de aspecto peculiar. El de la izquierda parecía un personaje cómico, obeso y extravagante: inexplicablemente, en mi mente le asigné un pasado circense. En cambio, el de la derecha era todo lo contrario; delgado, desgarbado, con un tic nervioso facial contagioso que immediatamente atribuí a una antigua experiencia penitenciaria. Mi primera impresión fue la de estar frente a dos testigos de Jehová, y me vino a la mente el cuadro de Goya Saturno devorando a su hijo, ya que no descartaba que el corpulento hubiese devorado al mismísimo Jehová, y la ansiedad de su compañero se debía a saberse el postre de un menú degustación. No sé cuánto tiempo estuve perdido en mis cavilaciones, cuando el robusto operario, aparentemente el portavoz, me devolvió a la realidad con un carraspeo.
- Ejem, ejem… somos los encargados de la mudanza… su esposa nos dijo que podíamos empezar a esta hora.
¡Los de la mudanza! Mis ojos se abrieron de par en par.Disimulando, me asomé por la ventana, intentando divisar algún vehículo rotulado con el nombre "Mudanzas y Transporte Laurel y Hardy" u otro similar, pero solo vi una camioneta blanca con el nombre "Telefurgo" en los costados. Encogí los hombros, apartándome con la cabeza agachada y sintiéndome avergonzado por si hubiera expresado en voz alta mis pensamientos. Murmuré disculpas:
- Sí, claro... pasen. Pueden empezar por donde quieran... intentaré no molestar mucho.
Me encerré en la cocina y me puse a trabajar en la computadora, pero no podía concentrarme debido al constante ruido de golpes, pasos y muebles siendo desplazados. Después de unas tres horas, cuando estaba a punto de rendirme y tomar un descanso, Ana abrió la puerta de la cocina. Estaba radiante, con una gran sonrisa en su rostro, ilusionada como una niña.
- ¿Cómo va la mudanza?
Encogí los hombros de nuevo.
- Todo bajo control. ¿No te has duchado en el gimnasio? Qué extraño.
Ella lucía espectacular, con el cabello mojado y el sudor aún en su cuello, con un top blanco empapado marcando sus pezones sobre el ombligo. Sus mallas Adidas grises resaltaban su figura y mostraban de forma provocativa su anatomía. Recordé cuando las había comprado y me preguntó en el probador:
- ¿Se me marcan mucho?
Respondí:
- Es normal, son mallas ajustadas, tienen que marcar.
En ese momento, Pepe Gotera y Otilio asomaron por la puerta y quedaron atónitos ante la imagen de Ana. Sus ojos casi salían de las órbitas y babearon como perros en celo. Ana, al notar su presencia, fue hacia Pepe Gotera y le dio dos besos en las mejillas, bañándolo de sudor.
- ¡Hola Jose! ¿Cómo va todo?
- Bien, bien. Ya hemos terminado lo más pesado.
Tuve que contener una risa maliciosa al escucharlo, pero Ana me miró con dureza.
- ... y solo queda empaquetar los objetos más pequeños, sellar las cajas y cargar la furgoneta, pero me encargo yo sola de eso. Mi compañero ya ha terminado su jornada. Por cierto, él es Rafael. Rafa, ella es Ana, nuestra jefa atractiva de la que te hablé.
Los tres estallaron en risas celebrando el comentario de Jose. Observaba la escena sorprendido, sobre todo cuando Rafael dio a Ana otros dos besos en las mejillas, muy cerca de los labios, con una familiaridad sorprendente al apoyar su mano en la cadera de mi esposa, quien no parecía molesta en absoluto. Rafael se despidió triunfalmente, llevándose una caja que parecía triple de su tamaño. Jose se perdió en la habitación de los niños y me quedé solo con Ana en la cocina. Encogí los hombros, queriendo entender.
- ¿Y estos dos? ¿De dónde has sacado a estos dos?
Ana rió y justificó la peculiar contratación.
- Bueno, al pequeño no lo conocía, pero Jose es un tipo genial y de confianza. Es un artista versátil, pero como ahora está sin trabajo, se dedica a las mudanzas, reparaciones... Es incluso músico callejero y tiene mucho éxito en el barrio... ¡Incluso canta ópera!
- ¡Increíble! ¿Pavarotti?
No pude evitar que mi pensamientose volviera apenas audible al recordar la reciente vivencia del barítono excéntrico y Sofía.
- ¿Perdón?
- No, nada... es que vuestra relación parecía tan cercana...
Ana se aproximó sonriendo, tomó mis manos y las llevó a sus senos, para percibir sus pezones grandes y firmes, pezones con los que hasta hace poco disfrutaba la extraña pareja, y colocando su mano en mi zona íntima, me susurró al oído con dulzura.
- Vaya, vaya. Entonces, ¿mi esposo está celoso? ¿Fui demasiado afectuosa con ellos?
Concluyó la última pregunta con un tono sensual y una risa posterior que provocó que mi incipiente erección desapareciera por completo. Le di un sonoro azote en el trasero como reproche.
- Ve a ducharte o te quedarás fría, y con los pezones tan duros, tu amigo Jose se excitará.
- Jaja. ¿Yo me quedaré fría o tú te pondrás caliente?
Y salió corriendo hacia el baño, aceptando un segundo azote que hizo que su trasero vibrara levemente, dejándome con una sonrisa desafiante y una pregunta apenas esbozada en mis labios.
- Así que quieres jugar, ¿eh?
De repente, un pensamiento me estremeció. Tragué saliva. A veces, algo dentro de la mente hace clic, un desequilibrio en los neurotransmisores, una reducción en la actividad del GABA... múltiples posibilidades que convierten la idea más absurda, más descabellada y más peligrosa en un desafío tan real y tentador que decides arriesgarlo todo al 23 rojo, impar y pasa. Y cuando el crupier dice "No va más", luchas por mantener el control y no arrojarte sobre la mesa para retirar tus fichas, presentiendo que en este juego perderás algo mucho más importante que cualquier posesión material. Pero una vez cruzado el punto de no retorno, te dejas llevar por la emoción del momento, por la intriga de un plan diseñado en apenas diez segundos, un desafío con un resultado incierto.
Visualicé la casa en 3D, vista aérea, modo autocad, y me dirigí rápidamente hacia el baño de nuestra habitación, donde Ana se disponía a desvestirse para dedicar su habitual media hora al cuidado corporal. Si alguna vez había criticado su falta de conciencia ambiental, ella siempre contraatacaba.
- ¿Crees que la huella hídrica es una serie de Netflix, verdad? Si Greta Thunberg te viera, tendría un ataque.
- Sí, pero luego me dices lo suave que tengo la piel y que te encanta mi olor corporal.
- Toque final
Llegué justo a tiempo para evitar que Ana comenzara su rutina habitual de aseo.
- Espera. No te duches aquí. El de la mudanza me dijo que empezaría a recoger las cosas más pequeñas de nuestra habitación para ponerlas en cajas y cargarlas, y que tardaría un rato, así que es mejor que vayas al otro baño y estés más tranquila.
Mi discurso apresurado pareció convincente, porque como única respuesta, Ana se encogió de hombros, recogió sus zapatillas deportivas y se dirigió sudorosa hacia el otro baño. Una vez cerró la puerta, supe que era el momento de actuar con rapidez, de ejecutar el plan absurdo trazado con premura e inconsciencia. Sabía que lo primero que haría sería lavarse los dientes, antes de desnudarse e ingresar en la ducha. Eso me daba unos minutos para preparar la escena.
Sin alcanzar el nivel de Carlos Boyero, mi gran pasión por el cine me permitía estar familiarizado no solo con los términos plano secuencia, travelling, raccord o rush, así que, al solo echar un vistazo al vestíbulo, supe cómo debían estar colocados cada elemento para que la toma fuera excelente. Moví el espejo de pie, regalo de mi suegra, hasta asegurarme de que reflejaría todo lo que sucediera dentro del baño. Me pareció irónico que un elemento decorativo por el queSiempre me había resultado desagradable, pero ahora iba a ser de utilidad. Sonreí al pensar que la madre de Ana probablemente no había considerado esta función al comprarlo. Coloqué el celular sobre la mesita de la entrada, parcialmente oculto por una vela aromática que ocupaba la mayor parte de la superficie. Verifiqué que el encuadre, la luz y la posición fueran los adecuados, y me dispuse a interpretar mi papel. No había lugar para la improvisación o el despliegue artístico, así que me ceñí a un guion con múltiples incongruencias que, desde afuera, provocarían más risas que morbo y excitación. Pero si incluso Woody Allen había logrado filmar sin vergüenza "Vicky, Cristina Barcelona", ¿quién era yo para rechazar mi primera obra?
Regresé al baño. Ana estaba terminando de cepillarse los dientes y había abierto el grifo de la ducha para esperar a que el agua se calentara. Los latidos de mi corazón ahogaban el sonido de mis palabras.
- Solo quiero decirte que el hombre de la mudanza ya está en nuestra habitación. Voy a la cocina a enviar unos correos. Te dejo la puerta entreabierta para que no se empañe todo, porque tú siempre ajustas el agua como si fuera un géiser de Timanfaya.
Ella respondió con una sonrisa burlona y continuó enjuagando su boca sin prestarme atención. Regresé al vestíbulo, respiré profundamente y presioné REC. A continuación, seguí el sonido de los auriculares de José. Al entrar en la habitación de Lucas, lo vi etiquetando cajas y me detuve al escucharlo tararear una canción de Maná, lo cual presagiaba un mal augurio que me hizo sudar frío.
Tragué saliva y aclaré mi voz antes de tocar su hombro. Se giró y me miró con una expresión que me recordó a la de un pez globo en un documental de National Geographic.
- José, ¿puedes venir un momento?
Le hice una señal para que me siguiera y temí quedarme en blanco al llegar al recibidor.
- Solo era para decirte que Ana se va a duchar y yo debo ir al supermercado. Continúa con lo tuyo. Regresaré en unos treinta minutos aproximadamente.
Al decir la última frase, me sentí tan ridículo que sentí el rubor en mi rostro. ¿Por qué le importaría a ese hombre cuánto tiempo me llevaba en el supermercado? Me faltó mostrarle la lista de la compra para respaldar mi patética excusa. Bajé la cabeza avergonzado por mi actuación, pero al levantar la vista y encontrarme con sus ojos, supe que el peor plan de la historia estaba resultando de la mejor manera posible. Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas. Su boca permanecía abierta y una gota de sudor recorría su frente. Entonces miré más allá de él, encontrando en el espejo detrás de mí lo que le había impresionado tanto, causando que su voz se quebrara en un sonoro gallo.
- Sí... sí, claro... seguiré con mi trabajo.
Pero él no se movió ni un ápice de su posición ni apartó la mirada. Ajeno a todo, Ana se estaba desnudando, deslizando las ajustadas mallas por sus piernas y dejando al descubierto su impresionante trasero con un tanga negro. Sentía la boca seca, pero luchaba por sonar natural, sabiendo que si el sorprendido operario notaba algo extraño, mi plan fracasaría de inmediato.
- Bueno, iré a decirle a Ana y regresaré enseguida.
Lo dejé sin darle oportunidad de reaccionar y me dirigí directamente al baño, abriendo aún más la puerta justo cuando Ana se volteaba. Se acababa de quitar el top y estaba desabrochando su sostén,
mostrando sus majestuosos pechos y sus igualmente impactantes pezones, que se veían oscuros, grandes y firmes, ofreciendo una imagen impresionante de total desnudez al individuo que minutos antes la había denominado como “atractiva”.
- Wow, este lugar está muy húmedo. – mentí. – Dejaré la puerta un poco abierta y llevaré esta ropa a la lavadora, ¿sí?
- Está bien, pero no la pongas aún, que debo colocar mi blusa blanca.
Salí calculando la apertura precisa de la puerta, lo suficiente para permitir una visión clara y completa de lo que ocurría en el baño, y al mismo tiempo lo suficientemente discreta para no levantar sospechas. Me acerqué nuevamente a Jose, quien permanecía estático, imitando una suerte de versión masculina de Edith, convertida en estatua de sal. Mantuve mi voz lo bastante baja para que no fuera audible desde el baño, y fingí elevar el tono sabiendo que el ruido del agua de la ducha amortiguaría mi voz.
- Ana, aquí tienes tu ropa sucia. Luego la metes en la lavadora. Me marcho.
El término "sucia" sonaba demasiado evidente, debería haber dicho "usada", pero opté por generar intriga para atraer la atención de Jose, por más notorias que fueran mis artimañas.
- Bien Jose, me retiro. Estaré de vuelta en media hora. Nos vemos luego.
El pobre hombre ni siquiera logró articular una despedida. Cerré la puerta tras de mí y suspiré aliviado. La suerte está echada.
Salió al bochorno del caluroso verano y caminó nervioso hasta rodear el edificio y sentarse en un banco a la sombra. Su mente divagaba imaginando las escenas más alucinantes y eróticas entre su esposa y el operario de mudanzas. Aunque sabía que eran delirios fruto de la incertidumbre que le embargaba al no conocer lo que sucedía arriba, una profunda inquietud se apoderaba de él. Sudaba ansioso, miraba constantemente un reloj que parecía haberse detenido, se levantaba y se sentaba repetidamente, maldiciendo su estupidez por dejarse llevar por un impulso absurdo y sin fundamento. No habrían transcurrido más de diez o quince minutos cuando la ansiedad se volvió insoportable y, emulando al maestro Fernán Gómez, pronunció un apenas audible “¡A la mierda!” y se apresuró de regreso a casa a paso rápido, cual soldado en desfile. Subió las escaleras de tres en tres evitando el ascensor para no delatar su llegada al detenerse en el rellano. No sabía qué encontraría al abrir la puerta. Respiró profundamente, contó hasta tres y giró la llave en la cerradura.
La escena que siguió fue como la apertura de un encierro de Sanfermines, cuando sueltan a los toros y estos salen en estampida por las calles estrechas de Pamplona. En su caso, fue impactado por un toro de más de cien kilos, que si bien no le causó heridas de consideración, sí lo hizo tambalear y estar al borde de caer. No había visto a alguien de su corpulencia moverse tan rápido desde que Ronaldo Nazario se retirara del fútbol. El hombre tartamudeaba una explicación mientras presionaba con insistencia el botón del ascensor.
- Te-te-tengo que irme ya. Ma-ma-mañana termina Rafa. Adiós.
Intentó recuperar el aliento y la compostura. Cerró la puerta y el silencio le permitió escuchar claramente el sonido de un secador de pelo, lo que le indicaba que, efectivamente, su ausencia había sido más breve de lo esperado. Esto le permitía revisar lo que su móvil había grabado en el baño. En ese momento, el espejo del vestíbulo reflejaba el interior del baño, pero Ana no estaba allí, lo que indicaba que se había movido para secarse el cabello. Su posición resultaba ideal para observar la grabación y detenerla si el ruido del secador cesaba.
Stop. Quince minutos y trece segundos de grabación. Play. Hitchcock, Bergman, Fellini, Kurosawa, Kubrick, y...
En este momento Daniel Torres está compartiendo el Olimpo de los cineastas. La secuencia comenzó con la surreal escena en la que Obélix y yo nos encontrábamos, yo de espaldas y él de frente, mientras al fondo se veía la hipnotizante imagen de Ana. Me resultó inevitable sonreír ante la representación de esa farsa tan rudimentaria, pero estaba consciente de que el tiempo apremiaba antes de que Ana terminara de secarse el cabello, así que adelanté la grabación hasta el momento en que yo cerraba la puerta y se quedaban ellos dos en plano.
Lo primero que hizo el obrero al encontrarse solo con mi esposa, fue asegurarse de que la puerta estuviera bien cerrada y comprobar a través de la mirilla que yo ya había abandonado el rellano. Consultó el reloj, calculando cuánto tiempo tendría disponible para llevar a cabo sus, para mí, aún desconocidas intenciones. De repente desapareció de la escena, y temí que hubiese retornado a trabajar, poniendo en duda toda mi estrategia, pero tras unos angustiosos segundos regresó, esta vez ubicado frente al espejo lateral, evaluando cuál sería la mejor posición para espiar lo que ocurría en el baño sin ser descubierto. ¡Eureka! Miró a un lado y al otro, se concentró en la visión de Ana que le brindaba el reflejo del espejo, y con manos temblorosas desabrochó los botones de sus sucios y desgastados pantalones, sacando a la luz un miembro de dimensiones tan limitadas que me provocó una mezcla de risa y compasión... hasta que empezó a masturbarse con una mano, mientras con la otra sacaba algo de su bolsillo y se lo llevaba a la cara. ¡Era el tanga de Ana! El muy desconsiderado lo había recogido del suelo y ahora aspiraba el aroma de la entrepierna de mi esposa, mientras la espiaba y se tocaba apresuradamente, consciente de que el tiempo jugaba en su contra.
Mientras tanto, Ana aparecía claramente al fondo, desnuda bajo el agua de la ducha, en una escena cargada de erotismo, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en actitud relajada, tan natural y al mismo tiempo tan sensual. Pensé que la inversión en el plato de ducha extra largo que hacía las veces de escenario improvisado, junto con la mampara transparente de altura completa y de tratamiento anti-sarro y anti-cal, había sido acertada, tal como hizo hincapié la comercial de Roca al notar mi asombro al presentarnos el presupuesto.
Su imagen era tan nítida que parecía no haber mampara, ni siquiera espejo, como si estuviera posando desnuda exclusivamente para la cámara de mi teléfono y para el operario pervertido. Presionó el dosificador de gel sobre un guante de crin y comenzó a ensabonar con vigor sus senos, que instantáneamente se iban marcando con cada frotación, mostrando unos pezones cada vez más erguidos y aumentando la excitación del ocasional voyeur. Con calma, disfrutando de su soledad imaginaria, volvió a aplicar gel sobre el guante y en esta ocasión llevó su mano directamente a su exquisito sexo. Flexionó las piernas y con la mano limpia separó los labios para enjabonar la parte más interna de su intimidad, frotándola con energía, mientras la espuma y el agua caían con estruendo formando una cascada de deseo. Repitió las mismas acciones, pero esta vez llevó la mano a los hombros, descendió por su espalda hasta la mitad y se inclinó ligeramente, moviendo el brazo y cambiando la posición de la mano hasta llegar a sus nalgas, separando uno de los glúteos e introduciendo el guante a lo largo de la hendidura hasta la entrada de su estrecho agujero.
Por otro lado, el individuo llamado Jose observaba el espectáculo boquiabierto, respirando agitadamente, restregándose el tanga de Ana en el rostro, y liberando por completo su miembro, desabotonó los pantalones que se deslizaron hasta los tobillos y se quitó unos calzoncillos rojos con conejitos blancos que conferían
La escena adquirió una apariencia ridícula y grotesca. Elevó ligeramente su camiseta, permitiendo que su imponente abdomen mostrara apenas una pequeña pero firme erección semioculta por un denso vello púbico. Al fondo, Ana se quitaba el guante de crin y procedía a limpiar su cuerpo con las manos desnudas. Observar cómo deslizaba sus diminutas manos por sus senos, y sobre todo al dirigirlas nuevamente hacia su entrepierna abriéndola por completo con una mano, mientras con la otra guiaba un chorro de agua directamente al interior de su vagina, resultó ser más de lo que el trabajador de la mudanza pudo soportar. Se detuvo abruptamente, abrió los ojos como si estuviera presenciando una alucinación, tomó rápidamente el tanga de Ana y lo envolvió alrededor de su pene, comenzando a temblar. Si no lo hubiera visto salir corriendo por la puerta, habría pensado que estaba sufriendo un ataque epiléptico, pero luego de un minuto se detuvo de golpe, miró a su alrededor jadeante y resoplando, se ajustó los calzoncillos y los pantalones, y desapareció en la habitación de Lucas.
Contuve mis risas como pude, considerando que había sido una pequeña travesura de mi parte. Pausé el video, recogí la ropa de mi esposa que había dejado amontonada en el suelo como señuelo, y la introduje en la lavadora. Sin embargo, mientras lo hacía, una tormenta de pensamientos negativos cruzó mi mente. Del conjunto de lo que acababa de presenciar, algo se me escapaba. ¿Y el tanga de Ana? Lo había visto en el pene del espectador XXL, pero no lo llevaba consigo en su huída. ¿Qué habría hecho con él? ¿Acaso se lo habría llevado como un recuerdo inspirador? Aterrorizado por un presagio terrible, corrí de vuelta al recibidor y encontré la respuesta de inmediato. Allí, tirada en el suelo, yacía la prenda íntima de mi esposa en mal estado, y con bastante aprensión y repugnancia, me apresuré a recogerla para colocarla junto al resto de la ropa sucia.
¡Dios mío! ¿Pero qué diablos...?
La sostuve con dos dedos y, con absoluta repugnancia, constaté atónito que el tanga estaba cubierto de líquido seminal en una cantidad inimaginable, increíble, inhumana. Aquel individuo había manchado la prenda de tal manera que, al sostenerla en alto, pude ver gruesos hilos blancos colgando de ella hasta caer pesadamente al suelo. Tan confundido me encontraba que no presté atención a que el sonido del secador de pelo se había detenido y en ese preciso instante, Ana apareció en el recibidor, limpia, inmaculada, casi virginal, contrastando con el nauseabundo tanga que ahora apretaba en mi mano derecha, ocultándola de su vista detrás de mi espalda.
— ¿Jose ya se fue?
— ¿Quién?... ¡Ah! Sí, sí... hace un rato. Terminarán mañana.
— ¿Pudiste hacer algo de trabajo?
— Ehhh... sí... bueno... yo... con mis cosas... sí... algo.
Mi esposa no era Miss Marple, pero la falta de conexión en mi discurso y mi actitud excéntrica me condenaban sin necesidad de pruebas. Ana frunció el ceño y arqueó una ceja, como lo hacía con los niños cuando los descubría mintiendo.
— ¿Qué tienes en la mano?
Tragué saliva y mostré mi mano izquierda.
— Nada.
— Dani... la otra.
Desistí de postergar lo inevitable y me concentré en inventar una excusa convincente que justificara lo injustificable. Extendí el brazo y le mostré su tanga hecho un desastre, arrugado, manchado y lleno de un líquido blanco pastoso que había emanado al apretarlo en mi mano.
Sus ojos se abrieron ampliamente. Lo tomó en sus manos y su expresión de asombro cambió a una risa sonora, mientras yo debatía entre el alivio y la tensión.
— Cariño, parece que últimamente te gustan estas travesuras, ¿verdad?
El destino me había dado una oportunidad. Ana pensaba que había sido yo quien se había masturbado con su tanga, dejándolo manchado de semen. Tenía que actuar rápido para salir de aquella situación, una disculpa, una justificación, algo que redujera mi cul...
que era tan parecida a ti, te lo aseguro, podríais haber sido hermanas gemelas… y, bueno… estaba el tanga en el suelo… y… ya te puedes imaginar el resto.
Sus ojos brillaban con diversión y una sonrisa iluminaba su rostro.
- Hablando del resto. ¿Qué quieres que haga con esto, cariño?
Sus dedos jugueteaban con las manchas de semen más evidentes en su tanga y se acercó a mi cara con él.
- ¡No Ana!
- ¿Qué sucede? – se detuvo, extrañada.
- Vaya, sé que a ti no te gusta eso, tú misma me lo has dicho antes, y además, acabas de ducharte y no querrás ensuciarte con esto.
Intenté recuperar el tanga, pero ella lo apartó de mi alcance, sosteniéndolo en alto. Con la mirada brillante, se acercó a mí y, como si pensara que alguien más nos podía escuchar, me susurró al oído.
- Te dije que no me gusta que eyacules en mi boca mientras te hago sexo oral, no que no me guste el sabor. Además, has eyaculado como nunca antes. Debes haber estado muy excitado viendo algo, ¿verdad?
Se apartó, sonrió traviesa y llevó la zona de su tanga con restos de semen hasta sus labios. Al retirar el tanga de su boca y notar que restos de esperma de su amigo Jose permanecían en su barbilla, me quedé quieto, paralizado, incapaz de reaccionar o decir una palabra. Fue ella quien actuó, llevando su mano a mi entrepierna y acariciando mi pene sobre el pantalón. Abrió los ojos entre sorprendida y admirada y exclamó casi gritando.
- ¡Dani! ¿Tomaste viagra? ¡Te has corrido y ya estás erecto de nuevo!
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