Mi cónyuge y yo nos encontramos en Nueva Jersey, poco después de haber arribado a los Estados Unidos desde Colombia. Mi intención al llegar era buscar una vida mejor, como todo inmigrante. A pesar de las dificultades que enfrenté al inicio, logré encontrar empleo en un taller mecánico a los dos meses de mi llegada. Aunque mi salario no era elevado, me permitía sostenerme. Ahorraba con el objetivo de establecer mi propio taller, y el dinero restante lo enviaba a mi familia en Colombia para que pudieran mejorar su situación.
Cuando estaba a punto de cumplir un año en los Estados Unidos, conocí a Estrella, una joven y hermosa costarricense recién cumplidos sus 20 años. En aquel momento, para mí, ella era la persona más perfecta en el mundo, aunque con el paso del tiempo me di cuenta de que estaba profundamente equivocado al respecto. A pesar de tener 28 años, casi ocho más que ella, decidí dejar de buscar y me propuse conquistarla.
Los primeros meses de noviazgo fueron idílicos, siendo uno de los periodos más felices de mi vida. Supongo que la soledad y la distancia de mi tierra me llevaron a aferrarme a ella como si fuera lo más importante en mi vida.
Nos casamos rápidamente y me esforcé al máximo por brindarle todo: una vida feliz, un hogar y quizás, con el tiempo, formar una familia. Lamentablemente, me di cuenta de que ella tenía otros intereses que había logrado ocultarme muy bien.
Cuando mi cónyuge ingresó esa noche, me encontraba sentado en la oscuridad, con la mirada perdida y los ojos secos de tanto llorar. Al encender la luz, yo permanecí inmóvil en el sofá. Dejó su maleta cerca de la puerta y se acercó preocupada -¿Qué sucede, yerno? -me preguntó con angustia. No pude articular palabra, simplemente le tendí la nota que había hallado en la mesita de la cocina. Ella se sentó en el sofá, se colocó sus anteojos y tomó la nota con cuidado, leyéndola en silencio. –¡Maldita insensata! –fue su única exclamación al terminar de leerla.
Doña Marcela, la madre de mi esposa, había emigrado a este país con Estrella, su hija menor. Se había casado poco después de llegar con un ciudadano estadounidense y vivía a unos 40 minutos de nuestra residencia. A diferencia de la típica suegra latina, se mantuvo al margen de nuestras vidas, motivo por el cual le estaba agradecido.
Nuestras visitas eran escasas, generalmente para Acción de Gracias o Navidad, en contadas ocasiones. Sin embargo, en ese momento de dificultad, había dedicado tiempo a resolver este asunto que involucraba a su hija. Mi suegra arrugó la nota, en la que simplemente se leía "No me busques", y me dijo -Mantente tranquilo, voy a ayudarte-, mientras se sentaba a mi lado en el sofá y tomaba mi mano para reconfortarme.
Ese fin de semana apenas salí de mi habitación. Apenas acepté tomar un café, a pesar de la insistencia de mi suegra para que comiera algo. Me resultaba imposible asimilar la noticia de que mi esposa, mi amada compañera, me hubiera abandonado. Le entregué todo mi amor y sacrificio en el trabajo para brindarle la mejor vida posible, y ella lo menospreció. No entendía si ella, por inmadurez o por necedad, despreciaba a un hombre honesto que la amaba sinceramente. La ira y la frustración se confundían en mi mente, nublándola.
La mañana del lunes, me levanté temprano y me dispuse a regresar al taller. Al salir de la habitación, me sorprendí gratamente. La casa lucía hermosa y reluciente. Mi suegra había dedicado el fin de semana a organizar y limpiar, realizando tareas que hasta ese momento me había dado cuenta que mi esposa no realizaba.
Desayuné con ella, algo que no acostumbraba hacer con su hija, quien usualmente dormía a la hora en que partía hacia el trabajo. Siempre estuvo sonriente y se esforzó por darme ánimos, ayudándome a olvidar el amargo trance por el que atravesaba. Me aseguró que no debía sentirme mal, que no era culpa mía y que ella se encargaría de que no me faltara nada. -Doña Marcela, no se moleste por lo que voy a preguntarle, pero ¿su esposo no extraña
¿Qué hizo durante el fin de semana que ha pasado aquí? –le cuestioné mientras me estaba alistando para ir al trabajo –Para nada. Ese gringo tonto solo debe extrañar que no le hagan la comida. Apostaría a que estuvo todo el fin de semana viendo fútbol y relajándose en su sillón Lazyboy.
Cuando volví a casa la noche de ese lunes, mi suegra ya tenía la cena lista. La mesa estaba puesta, el vino comprado, las flores decoraban el lugar y todo lucía fresco y ordenado. Me sentí extraño, ya que la tristeza que me provocaba la partida de Estrella se desvaneció en ese ambiente tranquilo y hogareño que mi suegra había creado.
La cena estuvo exquisita y el cansancio del trabajo desapareció rápidamente. Supongo que gracias al vino, me fui relajando y dejando de lado la tensión que me había invadido desde que leí la carta de despedida de Estrella. Doña Marcela es una excelente conversadora y me mantuvo entretenido, y sobre todo distraído, mientras me servía y se aseguraba de que disfrutara de la comida. Poco a poco, con las copas y la charla, fui tomando conciencia de otras cosas. Doña Marcela lucía muy atractiva. Estaba maquillada y peinada, arreglada como si fuera a salir.
Vestía una falda que destacaba su silueta y llevaba medias y tacones, que sin duda le favorecían, y me hacían olvidar que era mayor que yo varios años.
Mientras conversábamos, no dejaba de cogerme las manos sobre la mesa y mirarme fijamente cada vez que quería transmitirme que hablaba en serio. De esa manera me expresó que la desconsiderada de Estrella no merecía mi sufrimiento, que su hija, por mucho que le doliera, era una malagradecida y que esperaba que yo comprendiera que ella me consideraba un hombre y un yerno excelente. Su forma cariñosa y latina de llamarme “mi amor” y “papi” me desconcertaba. Me invadió de sentimientos que no debería tener hacia mi suegra, una mujer casada, pero en ese momento me parecieron adecuados.
Cuando mencionó que le parecería bien que buscara a otra mujer, traté de cambiar de tema y en broma le espeté –Estoy muy agradecido por todo, pero ¿su marido no la estará extrañando? –Ella simplemente rió y me dijo – Tranquilo papi, a él no le hago falta –y apretó mi rodilla. Sentí un escalofrío y creo que tuve una erección.
Después de levantarnos de la mesa, ya habíamos terminado dos botellas de vino y la verdad es que estaba ebrio.
Me dirigí al salón y me senté en el sofá. Era más cómodo y pensé que se me pasaría la embriaguez antes de irme a dormir. Mi suegra fue al baño y regresó unos minutos más tarde con una expresión que reflejaba que algo no iba bien. Puso música suave en el equipo de sonido y se quedó de pie. Pude admirarla en toda su belleza. Sus generosos atributos se marcaban a través del vestido, y las piernas aún firmes y esbeltas resaltaban claramente. Se veía muy bien con tacones y el cabello recogido. La observé embobado por unos instantes hasta que me interrumpió –Papi, ¡qué bonita canción!, ven y saca a una dama a bailar, no seas malo –No tuvo que insistir mucho, me puse de pie, un tanto aturdido pero muy emocionado, y le tendí la mano.
Bailamos muy pegados al compás de una canción romántica, y al terminar, seguimos abrazados, esperando la siguiente melodía. Continuamos danzando.
Ella apoyaba su cabeza en mi pecho y podía sentir sus pechos contra mi estómago. Me abrazaba con fuerza mientras yo inhalaba su fragancia y le acariciaba la espalda. –Qué agradable, mi amor, hacía tiempo que no bailaba así. –me dijo ella al volver a acercarse a mí. No pude evitar excitarme. Sabía que ella notaría mi excitación, pero no me importó.
En el momento en que mi suegra percibió mi miembro erecto contra su estómago, simplemente se separó de mí, me miró con malicia y sostuvo esa mirada durante más de un minuto, hasta que no pude resistirme más y me incliné para besarla. ¡Fue increíble!
Ella se entregó y me besó con una pasión desenfrenada. Sus labios húmedos se unían y
Su lengua ansiosa buscaba la mía. Respondí acariciando su boca y aspirando su lengua. ¡Se sentía tan placentero! Todo mi ser estaba subyugado por la excitación intensa que esa mujer menuda y experimentada me provocaba.
Mis manos exploraron cada centímetro de su cuerpo mientras nos besábamos. Le acaricié el cabello, la espalda y las nalgas. Las palpé, las apreté y la presioné contra mi pelvis mientras evaluaba las marcas de su lencería a través de la fina tela de su vestido. Seguí la línea de su tanga hasta que desaparecía entre sus nalgas.
Ella me correspondió acariciando mis nalgas con una mano y enseguida buscó mi miembro con la otra.
Lo acarició por encima del pantalón y pude sentir que experimentaba placer entre mis brazos mientras lo apretaba y lo sentía entre sus pequeñas manos.
Ansiosa buscaba abrir el cierre del pantalón. Yo le permití que hiciera lo que quisiera mientras disfrutaba del momento.
Finalmente liberó mi miembro y mis pantalones se deslizaron hasta las rodillas. Inmediatamente, ella se arrodilló y liberó mi erecto falo del boxer para introducirlo en su boca con auténtica entrega.
Me brindó una exquisita felación, engulléndolo por completo y succionando con pasión. No tardé en excitarme y levantarla para besarla nuevamente en los labios. Me coloqué detrás de ella y comencé a acariciar sus senos mientras buscaba desvestirla. Ella se detuvo, se apartó de mí, y con un delicioso y sensual acto de striptease se deshizo del vestido, quedando solo en medias y bragas. Llevaba un liguero negro, increíblemente seductor. Se quitó la braga, una diminuta tanga, y se acomodó en el sofá, con las piernas bien abiertas. Se acarició el pubis mientras me animaba a unirme a ella.
Colmado de excitación, terminé de desnudarme y rápidamente me arrodillé entre sus piernas para saborear su deliciosa vulva. Lustré con fervor mientras ella acariciaba mi cabello y gemía de placer. Sin dificultad alguna lamí su clítoris durante varios minutos hasta que alcanzó un orgasmo intenso.
Deseaba seguir complaciéndola, pero ella me atrajo del pelo para que la mirase a los ojos –"Papi, ahora lo que quiero es que introduzcas ese falo delicioso en mí" –me dijo con amor.
No me resistí, medio ebrio y sumamente excitado, así que la coloqué en posición y conduje mi glande hacia su vulva. –"Penétrame completamente, mi amor. Dame placer" –casi suplicaba. Aun con algo de conciencia, me cuestionaba si era prudente cruzar esa frontera. Pensaba que la locura cometida podía justificarse por la borrachera y mi estado, pero si la penetraba ya no habría marcha atrás.
Ella me miraba con tanto anhelo que no pude resistirme más. Hundí mi miembro hasta el fondo y ella soltó un grito de placer increíble. La silencié con un beso apasionado y comencé a bombear su maduro y mojado coño lentamente. Introducía y sacaba el falo pausadamente mientras ella se enloquecía de placer. Abrió aún más las piernas para que pudiese penetarla a fondo. A medida que aumentaba la intensidad, percibía cómo mi glande golpeaba el cuello uterino. Por un momento recordé que por esa misma vagina apretada y deliciosa había salido mi ex esposa y empecé a bombear con mayor rapidez y vigor. Mi suegra gemía descontrolada de placer mientras vivenciaba un segundo y tercer orgasmo.
La embestía con ternura y alternaba sus gemidos con besos apasionados y desenfrenados. Al fin, de manera inesperada, empecé a sentir el inminente orgasmo y casi instintivamente intenté retirar el falo. Mi esposa, quien siempre se había esforzado por evitar un embarazo, pedía el uso del preservativo o que acabara fuera de ella. Sin embargo, mi suegra, al notar que estaba a punto de derramar mi semen en su interior, rodeó sus piernas alrededor de mi cintura y me abrazó con fuerza.
Me corrí dentro de su vagina como nunca antes lo había hecho. Me dejé llevar completamente y liberé todo el esperma en su. . .
Vagina deliciosa. Los espasmos de mis genitales eran acompañados por sus besos y caricias, hasta que la última gota de semen me abandonó.
Mi respiración comenzó a recuperar su ritmo normal. Podía sentir nuestros cuerpos sudados pegados uno al otro. A pesar del gran alivio que sentía, en mi mente empezaron a acumularse pensamientos confusos. Sabía que había roto un tabú y me sentía desconcertado. Haber llegado tan lejos con la madre de mi legítima esposa me llenaba de inquietud.
No supe qué hacer luego. Me levanté, sacando mi pene flácido y aún lubricado con semen de su vagina.
No deseaba ofenderla ni hacerla sentir mal, pero no sabía qué decir. Simplemente le di un beso en la mejilla y me retiré a mi habitación. Me acosté desnudo y exhausto y poco después me dormí profundamente.
A la mañana siguiente, no sabía con certeza si lo sucedido era un sueño o qué, pero intenté no pensar en ello. Me bañé y vestí como de costumbre, pero al llegar a la cocina, mi suegra me esperaba, fresca y hermosa, con un desayuno completo en la mesa. Ella no desayunó, solo se sentó a acompañarme en silencio, pero su sonrisa me confirmaba que lo ocurrido era real.
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