Dos años atrás.
- ¡Despierta Dani!
Abrir los ojos y ver a Ana con su pijama corto y camiseta de tirantes que dejaba al descubierto su abdomen y gran parte de sus pechos es una de las maneras más placenteras de despertar que se me ocurren. No obstante, de haber presentido lo que acontecería, me habría vestido rápidamente y habría escapado de nuestra habitación, de nuestro hogar, de Madrid…
Al inclinarse sobre mí para despertarme, su camiseta quedó suelta, aproveché el momento para deslizar mi mano por debajo y sujetar su seno derecho apretando el pezón entre mis dedos índice y corazón. Su sonrisa amplia auguraba un encuentro íntimo matutino como los habituales de los sábados que ella no trabajaba y era lo bastante temprano para no temer ser interrumpidos por los niños, así que apreté con más intensidad y la atraje hacia mí con intención de iniciar el juego de caricias y besos, seguido por la eliminación de su pijama y ropa interior, mi boca descendiendo desde la suya a sus pechos, deteniéndome en sus pezones antes de continuar hacia su vientre después de hacer una parada en su ombligo.
El acto amoroso semejaba recorrer nuestro país a través de sus variados relieves geográficos. Comenzaba en su boca, similar al ibón pirenaico de Alba, siempre fresca y húmeda, descendía hacia el sur para enfrentar la cumbre del Pico Aneto y la Maladeta, dos senos deliciosos, imponentes, ligeramente asimétricos, coronados por dos picos de pezón oscuro y duro que te acercaban al cielo en la Tierra. Luego, descendías por el Alto del Perdón y cruzabas la meseta hasta llegar a Madrid, ombligo físico y figurado, un lugar peculiar, entretenido, con mil escondites. Al final del recorrido, llegabas a un pubis exuberante, recortado, cuidado, bello como los cerezos del Jerte en primavera, para sumergirte en el éxtasis mágico de un sexo moreno, sabroso, cálido, salado, como pasear por la Calle Sierpes en dirección a la Giralda y adentrarse en el Patio de los Naranjos.
Sin embargo, esa mañana no hubo besos ni caricias, mucho menos intimidad. La mirada nerviosa de Ana y su excitación no estaban relacionadas con mis deseos carnales, y me lo hizo saber de inmediato con un golpe en mi brazo que me hizo soltar su seno al instante.
- ¡Deja, tonto! Ahora no.
En un intento posterior de acariciar su trasero, su mirada reprobatoria y una frase que entonces se había convertido en un lema social y político me disuadieron al instante.
- Dani, no significa no.
Mientras Melendi toma un trago o Chicote encuentra una cucaracha en un restaurante chino, mis manos habían regresado a su lugar, detrás de mi cabeza, intentando despertar. Mis ojos comenzaban a acostumbrarse a la luz del día que ingresaba por la ventana de nuestra habitación, pero mi mente aún no procesaba la situación y yo no entendía lo que sucedía.
- ¿Entonces, ahora no?
A pesar de seguir sonriendo, la expresión de Ana era firme y decidida, por lo que comprendí que no valía la pena insistir. Me senté, esperando que ella tomara la iniciativa y me explicara la situación, sin prestar demasiada atención al notar que su expresión jovial, excitada y divertida seguía presente.
- No, no ahora… ha pasado algo… María me llamó… ya salieron los traslados… ¡Y me dieron el cambio! Dani, ¡regresamos a casa!
El tiempo que tardé en reaccionar ante sus palabras, las cuales pronunciaba con.Saltos nerviosos y aplausos armoniosos resonaron, lo que me hizo temer por un momento que estaba sufriendo un ictus. Por eso, repasé en mi mente los síntomas: debilidad muscular, pérdida de visión, dificultad para hablar, problemas de coordinación... ¡Tenía todos ellos! Pero Ana rápidamente me sacó de ese estado de preocupación excesiva por la salud.
- ¿Estás ahí? ¿No respondes? ¡Vámonos a casa de nuevo!
En ese instante, mi atención médica se desplazó hacia ella. La observé con asombro y afecto, utilizando un tono tranquilo que había escuchado a mi madre emplear con mi abuelo cuando estaba enfermo de Alzheimer.
- Querida, ya estamos en casa. Este es nuestro hogar.
Si no hubiera estado tan preocupado por su bienestar mental, habría añadido:
- Lo sé porque fui yo quien compró todos estos malditos muebles que elegiste en Ikea, quien los pagó, quien los transportó y quien pasó un fin de semana montando la cómoda Hemnes, la cama Brimnes y la mesilla Songesand. Agradezco a la suerte que el constructor haya decidido incluir armarios empotrados en el piso.
Decidí no compartir este pensamiento para no alterar más el estado cognitivo de Ana, pero ella permanecía inmutable, con una mirada condescendiente, un semblante jubiloso y un tono burlón.
- ¡Pero qué torpe eres a veces!
Entonces soltó la bomba, pronunciando cada sílaba con fuerza.
- A-CA-SA… A-LO-GRO-ÑO… ¿Estás feliz?
¿Feliz? ¿Cómo no iba a estarlo? Tanto como si una manada de elefantes africanos me pisara el escroto. Sin embargo, no era momento de demostrar mis sentimientos, algo valorado en exceso en la actualidad, así que decidí hacer lo que mejor se me da: disimular. Aclaré la garganta para sonar decidido y busqué las palabras precisas para mostrar calma y tranquilidad, que se desvanecieron en cuanto empecé a balbucear:
- Eh… ¿y los niños?
- ¿Crees que no lo he planeado todo? Mi madre conoce a la directora del Colegio Alcaste y ha dicho que no habrá problema para que admitan a los niños el próximo año escolar... No te costará nada obtener el traslado. Varias veces me has dicho que te lo han ofrecido porque en tu departamento hay demasiada gente... Yo podré trabajar en las urgencias del Hospital San Pedro... y ver a mi familia más seguido, así como los niños. No digo que vivamos con mis padres, aunque podríamos si quisieras, ya sabes que tienen una casa espaciosa, pero he estado buscando en Idealista y hay muchos apartamentos nuevos en la zona de La Cava, con piscina... ¿te lo imaginas?... Al principio podríamos alquilar y luego decidir...
¡Ah, ya veo! Lo que quería decir con "volvemos a casa" es que regresamos a la ciudad natal de ella, al lugar de su niñez y adolescencia, donde aún residía toda su familia, un lugar extraño y desconocido para mí, sin ningún lazo emocional.
Mientras parecía leer mis pensamientos, comenzó a enumerar una interminable lista de atractivos, virtudes y encantos que seguramente eclipsarían a París, Roma o Nueva York: la calle Laurel, la Plaza Mayor, la Concatedral de La Redonda, el Puente de Hierro, Portales, el Puente de Piedra, los Parques del Ebro y La Ribera, el Paseo del Espolón, el Riojaforum, las bodegas Franco Españolas...
Bodegas Franco Españolas... desde ese momento dejé de escuchar a Ana y me sumergí en un agujero de gusano que me transportó al mismo lugar, pero 16 años atrás. Hasta entonces, había visitado Logroño solo una vez. Nos conocimos ese mismo año en la fiesta de Bellas Artes de la Universidad de Zaragoza. Ella estaba haciendo prácticas de enfermería en el Hospital Universitario Miguel Servet y yo cursaba un máster en Administración y Dirección de Empresas. Esa noche compartimos afinidades etílicas, verborreicas.y sensuales, y una semana más tarde ya éramos pareja formal.
Cuando me propuso pasar las festividades de San Bernabé en Logroño sólo le puse una condición: nada de familia. Por lo demás, me pareció un plan excelente… fiesta, intimidad, descontrol… y sin duda cumplió las expectativas con creces. Llegamos a media tarde. Ana había hecho una reserva para participar en una cata en las Bodegas Franco Españolas a las seis y nos dirigimos allí directamente. No recuerdo las explicaciones sobre las particularidades entre garnacha, viura, tempranillo y graciano, pero sí recuerdo que cuando salimos de allí recorrimos la calle Sagasta haciendo zigzags y sin dejar de reírnos a carcajadas. Llegamos al Casco Antiguo y fuimos haciendo parada en cada una de las tascas de la Laurel, acompañando las especialidades de su correspondiente crianza. Antes de las diez ya había entendido por qué se la conocía como la Senda de los Elefantes. A partir de la media noche perdí la cuenta de los gin tonics que nos habíamos tomado en locales de todo tipo, al estilo de como cantaban Los Suaves, “Bares, pubs y discotecas”.
Era evidente que los dos habíamos bebido y mucho, pero también era innegable que el alcohol y el cansancio no habían hecho disminuir nuestro deseo, más bien al contrario. Íbamos camino del hotel Carlton besándonos apasionadamente por la calle, y al pasar por los soportales de Muro de la Mata, Ana tropezó y me arrastró con ella hacia el ventanal de la Ader, quedando pegados a la pared, iluminados por una farola que de ninguna manera iba a disuadirnos de nuestras intenciones.
Me coloqué frente a ella para amortiguar la luz y aparté su melena oscura, dejando su cuello al descubierto, al cual me lancé con el ansia de un Bela Lugosi ebrio y apasionado. Los mordiscos y lametones fueron ascendiendo hasta su oreja, que al contacto con mi lengua húmeda reaccionó provocando que Ana emitiera un primer gemido, mostrando una disposición al placer que no estaba dispuesto a desaprovechar. Su lengua buscaba la mía desesperadamente y le permitía errar el tiro y encontrar el vacío para allí atraparla e introducirla en mi boca. Eran besos húmedos, salvajes, entusiastas, que como primera consecuencia hicieron que el color rojo Perfect Stay se desdibujara de sus labios y se extendiera por la piel de su rostro, haciéndola lucir entre divertida y sensual, deseo en estado puro.
Los seis botones plateados de su blusa blanca fueron cediendo uno a uno, revelando un sostén con estampado de cerezas en tonos rojos y blancos que resultaban una tentación irresistible, más aún cuando noté, primero con la vista y luego con el tacto, que entre las cerezas destacaban dos pezones enormes que por lo abultado del sostén debían haber duplicado su tamaño normal. Un certero y rápido movimiento de manos liberó sus senos, que no quedaron descuidados por mucho tiempo. Mis manos los acogieron con delicadeza. Lucían espectaculares, suaves, moldeables, tersos, húmedos por el sudor y la excitación.
Mientras con una mano pellizcaba su pezón derecho disfrutando de su tamaño, rugosidad y dureza, la otra descendió por su vientre plano hasta llegar al límite de sus pantalones. Un sonido sordo anunció que el botón había cedido y la cremallera metálica al bajar dio paso a la visión de unas braguitas a juego con el sostén, que justo por encima de uno de los pares de cerezas que la adornaban, permitían vislumbrar el inicio de un vello púbico oscuro y recortado.
Mis dedos llegaron a su vagina y me sorprendió lo sencillo que encontraron el camino para entrar en ella. El flujo que la empapaba confirmaba lo que sus gemidos apagados ya venían adelantando, su estado de excitación había hecho que la humedad cubriera la parte inferior de su braguita, y el primer contacto con su clítoris hizo que se aferrara a mí con fuerza, abriendo más las piernas para facilitar la maniobra.
Sin abandonar la tarea que tanto placer le estaba proporcionando, introduje el dedo corazón,
Sintiendo de inmediato la calidez del momento, Ana cerró los ojos y su excitación provocó que los besos en el lóbulo de mi oreja se convirtieran en un mordisco feroz y descontrolado. A través de la cristalera, nuestras figuras se reflejaban y la imagen de la pelea entre Tyson y Holyfield cruzó mi mente, pero no estaba dispuesto a rendirme, así que un segundo dedo ingresó en su intimidad, aumentando la rapidez del movimiento. El sonido del chapoteo resonaba en la quietud de la noche y eso avivó aún más nuestra excitación, hasta que ella empezó a mostrar signos de rendición: sus piernas no la sostenían, sus gemidos se transformaron en jadeos obscenos e incontrolables, hasta llegar al clímax en mi mano.
Retiré mis dedos de su húmeda cavidad y acaricié su rostro para que sintiera su propia humedad. Con una sonrisa, intentó reprocharme sin mucha convicción.
- No seas sucio.
Me empujó contra la pared y llevó su mano a la entrepierna de mis vaqueros.
- Ya verás. Ahora es mi turno.
Aunque sonaba como una amenaza terrible, no opuse resistencia a que su mano se adentrara en mis bóxers y rodeara mi erección con firmeza y suavidad, provocando una respuesta inmediata en mi cuerpo. Con destreza y habilidad, desabrochó mis pantalones y bajó mis bóxers lo suficiente para facilitar su movimiento. Estaba masturbándome en plena calle. Aunque la hora y el lugar no sugerían que alguien pudiera observarnos, la idea de ser descubiertos aumentaba mi excitación. Ana lo percibió de inmediato y aceleró el vaivén de su mano. No duraría mucho. La visión de sus pechos fuera del sujetador, moviéndose con cada movimiento, junto a su blusa entreabierta y sus braguitas desacomodadas, me llevó más allá de mis límites. Agarrando con fuerza sus pezones erectos, dejé escapar todo el deseo acumulado durante el día y la noche, dejando que mi semilla llenara su vientre después de varios disparos descontrolados. Aunque su blusa, vaqueros y braguitas también sufrieron las consecuencias, fue su mano derecha la más afectada al no detenerse hasta exprimir la última gota.
Ana mantuvo su mano en alto, cubierta de semen. Nos miramos a los ojos y estallamos en risas.
- ¡Mira cómo me dejaste! Dame un pañuelo.
Aún exhausto y apoyado contra la pared, me sentía como si hubiera experimentado un orgasmo adolescente, comparándolo con los fuegos artificiales. En ese momento, los fuegos artificiales cobraron vida en el clímax de la noche, con una explosión que llenó el cielo de Logroño. Un estruendo abrumador resonó en cada rincón de la ciudad, seguido de un destello cegador y una lluvia de objetos, perforando nuestros oídos y acelerando nuestros latidos antes de poder calmarse.
A las 06:30 de la madrugada del 10 de junio de 2001, a solo cien metros de nosotros, un coche bomba detonó en la esquina de la Gran Vía con Víctor Pradera, causando graves daños materiales y destruyendo por completo la fachada del edificio del Banco Atlántico, conocido como la Torre de Logroño. Dos personas resultaron heridas levemente y, lo que es aún más preocupante, sembrando conmoción en una pareja joven y apasionada que, aturdida, se miraba incrédula, proyectando una imagen extraña, como si salieran de una película para adultos o de una película de desastres, una mezcla entre "Garganta Profunda" y "El Coloso en Llamas".
Abracé a Ana, que temblaba entre sollozos.
- ¿Estás bien?
No escuché su respuesta, pero su gesto afirmativo con la cabeza me dio la tranquilidad que necesitaba.
No presentaba ninguna herida, aunque era evidente que estaba en estado de shock. Me apresuré a abrocharle la blusa y los pantalones vaqueros, dejando el sujetador arriba de sus pechos sin cerrarlo. Al abrochar mi pantalón, me di cuenta de que mi mano estaba manchada de sangre, pero no lograba encontrar de dónde provenía, hasta que Ana señaló mi oído derecho. Un pequeño hilo de sangre caía hacia mi cuello y el zumbido agudo me atormentaba. Intenté cubrir mis orejas con las manos para reducirlo y por un instante temí haber quedado sordo. En ese instante aparecieron los primeros socorristas de la Cruz Roja y se acercaron corriendo hacia nosotros. Uno de ellos arropó a Ana con una manta térmica, mientras que el otro se acercó a mí con gestos preocupados y hablándome.
- ¡Amigo! ¿Estás bien? ¿Me escuchas? ¿Puedes oírme? ¿Me escuchas?
- ¿Escuchas?... ¡Dani! ¿Puedes oírme?
La sonrisa de Ana y su tentador pijama me devolvieron a la realidad.
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