Dirijo una oficina de ventas en mi localidad, con un par de asistentes. Nos enfocamos en el trabajo digital y los empleados pueden hacer parte de sus tareas desde sus hogares. Esto requiere un sistema informático avanzado y mantener la documentación segura, incluyendo información confidencial. Por esta razón, una empresa de limpieza común se encarga de limpiar las instalaciones generales de la oficina, pero mis espacios personales, como mi despacho, la sala de servidores y una sala de descanso (donde a veces me quedo a dormir si trabajo hasta tarde y no quiero ir a casa), son limpiados un par de días a la semana en mi presencia por una empleada de hogar.
Lucía, la empleada, lleva trabajando conmigo unos dos años. Es una mujer madura, en sus cincuenta, mientras que yo tengo 46. Es amable, habladora y tiene una buena figura para su edad. Hace su trabajo correctamente, es discreta y cuando quiere, tiene una charla agradable. A veces, después de ver su escote o de fijarme en su atractivo físico, pienso en coquetear con ella, pero rápidamente descarto la idea: no es conveniente mezclar asuntos laborales con personales, ya que eso puede traer problemas.
Sin embargo, hace un mes, algo cambió. La notaba estresada, agobiada y malhumorada. Le pregunté si le sucedía algo, si necesitaba ayuda en algo y después de varios rodeos, me confesó que tenía problemas económicos y que el alquiler había subido considerablemente.
–Realmente, si las cosas siguen así -refunfuñaba- voy a tener que prostituirme.
–Bueno Lucía, no exageres. Seguro que encontraremos una solución, no es momento para desesperarse…
–¿No crees que sería capaz?
–No sé si podrías, pero a tu edad y en estas circunstancias, no creo que sea la mejor opción a largo plazo.
–¿No habrá hombres que estarían dispuestos a pagar cincuenta euros por tener relaciones conmigo?
De repente, una idea cruzó mi mente.
–Permíteme preguntarlo de otra forma -dije- ¿Aceptarías cincuenta euros por tener relaciones conmigo? –Ella se quedó inmóvil, mirándome sorprendida, o asustada, no estaba seguro, lo que me generó cierto nerviosismo –Bueno, olvídalo, solo bromeaba.
–No, espera –respondió ella– ¿De verdad pagarías cincuenta euros por acostarte conmigo?
–Pues sí, no veo por qué no: eres atractiva, amable, simpática. Creo que cualquier hombre estaría encantado de compartir la cama contigo.
–¿Te atreverías? –susurró insinuante.
En respuesta, abrí un cajón donde guardaba algo de dinero en efectivo y saqué cincuenta euros.
–Aquí los tienes -le dije-. A ver si te atreves tú.
Ella dejó el paño con el que estaba limpiando y se apoyó en el marco de la puerta, comenzó a quitarse la bata. Yo me sentí muy excitado; solo con la conversación anterior sobre su idea de prostituirse ya me había empezado a calentar, pero ahora sentía que mi excitación iba en aumento, mi miembro pedía liberación. Ella quedó en ropa interior, se alborotó el cabello y se acercó a mí, rodeó la mesa donde yo estaba sentado y se sentó sobre mis piernas, con un escote provocativo justo debajo de mi barbilla. Acerqué mi rostro, besando, lamiendo y mordisqueando esa parte de sus pechos que se mostraba; luego procedí a besarla en los labios -¡qué bien besaba!- mientras la abrazaba para desabrocharle el sostén.
Ella tenía unos senos muy bonitos, un poco caídos, pero muy atractivos, redondos, en definitiva, apetecibles.
versos y unos pezones desafiantes en unas aureolas redondas y bien dibujadas. La hice levantarse para descenderle las bragas, pero no me lo permitió, se las bajó ella misma con un simpático y muy excitante movimiento de caderas. Su vientre era algo prominente -pero no exagerado- y la zona púbica muy marcada; su vagina estaba cubierta de vello. No sé qué expresión puse yo -no me molesta el vello-, pero ella sintió la necesidad de disculparse:
–Lo lamento, si hubiera sabido, lo habría recortado un poco
–No te preocupes en absoluto: donde hay vello, hay alegría. Yo también lo llevo así, sin "peluquería".
–¿Ah, sí? -sonrió ella- ¡Veamos eso!
Con una destreza que me sorprendió, desabrochó el cinturón, abrió el botón del pantalón y bajó la cremallera de la bragueta, con cierto esfuerzo, ya que mi miembro parecía tener, dentro de la ropa interior, el tamaño de una olla a presión. Levanté las caderas para facilitarle el quitar los pantalones y la ropa interior, y mi miembro, liberado, quedó erecto. Ella lo tomó con la mano y le dio unos cuantos movimientos.
–Vaya, vaya, querido jefe, quién diría que tenías un "armamento" así…
De repente se me ocurrió pensar en la imagen que hasta entonces le había dado a ella: seguramente la de un burócrata gris y asexuado preocupado únicamente por el trabajo. Bueno, ahora le demostraría que no era así.
Lucía se abalanzó a practicarme sexo oral y empezó acariciando el glande con sus labios y lengua de forma muy suave. La detuve: me encanta el sexo oral -¡y a quién no!- pero no me gusta ver a la mujer en una posición de sumisión, arrodillada frente a mí.
–Espera, espera, vayamos a la cama, estaremos más cómodos.
Al levantarme terminé de quitarme la ropa mientras ella, que claro, conocía el camino, se dirigió a la habitación contigua. Fue entonces cuando pude contemplar de cerca ese redondo trasero que tantas veces me había excitado y me propuse disfrutarlo por completo sin dejar un centímetro sin explorar.
Ya en la cama me tumbé de lado en dirección opuesta a ella, la coloqué también de lado, separé sus piernas y me sumergí en sus ingles. Ella comprendió, tomó mi miembro y comenzó a practicar sexo oral de una manera que me pareció extraordinaria. Me encantó el aroma de sus feromonas; estaba excitada, lo notaba por la hinchazón de los labios de su vulva y por la humedad. Estaba claro que le atraía algo o hacía tiempo que no tenía sexo, y me inclinaba por lo segundo, no solo por modestia sino porque sabía que ella trabajaba muchas horas y le quedaba poco tiempo para encontrar compañía fuera.
Me entretuve lamiendo sus ingles, acariciando las zonas cercanas a su vulva mientras con la mano recorría la cara interna de sus muslos; la zona estaba cada vez más húmeda. Y, al mismo tiempo, yo estaba al límite con su sexo oral. Pasé directamente a su clítoris, masajeándolo suavemente con la lengua y pasando dos dedos por la entrada de su vagina, sin penetrar, pero acariciando la parte exterior. Ella empezó a tener pequeñas convulsiones cada vez más cortas y frecuentes, pero también yo sentía que mi miembro ansiaba llegar al clímax. Y además, Lucía empezó a acariciar mis testículos. La repanocha. Continué con mis lametones y caricias hasta que, en un momento dado, ella experimentó una gran convulsión y sus muslos apresaron mi cabeza causándome un poco de dolor. Comprendí que había alcanzado el orgasmo y fue el punto máximo de excitación para mí, así que eyaculé por completo en su boca.
Me lamió el glande con ternura, y traté de hacer lo mismo besando sus ingles, pero ella cerró las piernas impidiéndomelo. Entonces me incorporé y me acosté a su lado. La besé y acaricié sus caderas. Ella tenía la mano sobre mi miembro, simplemente, como si fuera una almohada, y me transmitía un agradable calor.
-¿Te ha gustado? -me preguntó
-¿No
¿Se evidencia? -contesté- ¿Te ha agradado también a ti?
–La verdad es que sí. No parece muy formal ¿verdad?
–Olvida las profesiones. No me siento al lado de una trabajadora sexual, sino de una mujer capaz de brindar y recibir placer. Escucha, propongo algo: realiza el pago del alquiler a través de mi cuenta bancaria. De forma indefinida. Y deja de preocuparte por la limpieza, ven únicamente cuando desees tener relaciones conmigo, sin mayor compromiso ¿entendido? O sino, te llamaré para que vengas, si tardas tanto -le guiñé un ojo-. Y, además, si te apetece, solo si te apetece, de vez en cuando podemos escaparnos un fin de semana a disfrutar juntos en un lugar bonito. Y olvídate de convertirte en trabajadora sexual ¿Qué opinas?
–Lo que noto -respondió Lucía- es que tu arma está lista de nuevo y me recuerda que hemos jugado y la hemos pasado muy bien, pero en realidad no hemos tenido relaciones sexuales.
Me besó con pasión, por cierto, y nos entretuvimos un rato jugueteando, ella estimulando mi pene y yo acariciando sus senos, siempre besándonos sin parar -¡qué besos los suyos!-, hasta que ella, acostándose boca arriba, exclamó:
-¡Penétrame! ¡Haz el amor conmigo!
Sí, fue una postura "misionero" clásica, pero qué bien la pasé. Introduje mi pene en su vagina y ella emitió un suave gemido de placer, comencé con un ritmo suave, que poco a poco fui aumentando a medida que sus gemidos se volvían más intensos. Por su parte, ella... ¡uf! no sé qué hacía con su vagina, si contraía sus músculos o qué, pero me estaba llevando de nuevo al borde del clímax. Bombaba hacia adentro, nos besábamos, acariciaba sus senos... esta vez llegué al clímax primero, pero mantuve suficiente firmeza en mi miembro para seguir unos segundos más y llevarla también al clímax.
Ya calmados nuevamente, le mencioné lo mucho que me gustaba su trasero, lo excitado que siempre me había puesto y la emoción que me produjo verlo hace un rato.
–¿De verdad te gusta mi trasero? ¿Te gustaría penetrarme por allí?
–¡Claro! ¿Estarías dispuesta?
–Hace años estuve casada y a mi esposo le encantaba penetrarme por detrás. En ambos sentidos -hizo una mueca de desagrado-, pero sí. Tendría que prepararme para eso, pero te aceptaría sin problemas, siempre y cuando lo hagas correctamente, suavemente. Tan suavemente como te has comportado hoy.
Ese día no se presentó la oportunidad; ambos habíamos alcanzado nuestro clímax sexual y solo quedaba espacio para acariciarnos, besarnos un poco y decirnos palabras bonitas antes de levantarnos y vestirnos de nuevo.
Lucía aceptó mi propuesta y somos amantes habituales, más o menos. De vez en cuando, visita la oficina, aunque de forma irregular: hay semanas que viene tres veces y luego pasa dos semanas enteras sin dar señales, pero me complace que ella actúe a su manera, con libertad. También hemos salido un par de fines de semana y todo ha ido bien.
Y, por supuesto, disfruté su trasero con gusto y experimenté placeres realmente intensos.
Pero, queridos amigos, como aquel decía, esa es otra historia.
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